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L as imágenes de los 45 asesinados en la aldea de Racak, en las proximidades de Kosovo, algunos de cuyos cuerpos fueron salvajemente mutilados y entre los que se encontraba un niño de doce años, han levantado ampollas en la comunidad internacional y han motivado una reunión inmediata de la OTAN para ver qué respuesta se da a la atrocidad cometida presuntamente por la policía serbia, aunque las autoridades de Belgrado echan balones fuera y aseguran que los fallecidos estaban armados. Una afirmación cuando menos curiosa y contradictoria si se observa que la mayoría había recibido disparos en la cabeza o por la espalda. Pese a la desautorización de los mandatarios serbios, el Tribunal Penal Internacional ha decidido investigar e intervenir. Y no es para menos. Semejantes crímenes no pueden quedar impunes.

Es cierto que se vive en la zona un conflicto permanente entre los independentistas albano-kosovares y los serbios, que pugnan por el control de la región en una guerra abierta con frecuentes altibajos y parones motivados por la intervención de observadores de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Pero las reivindicaciones territoriales no pueden justificar el asesinato y es eso precisamente lo que se ha cometido en Racak, un asesinato en masa, cuyas imágenes, divulgadas a través de las televisiones de todo el mundo, han hecho revolverse a las conciencias.

Una vez más, la comunidad internacional tiene que hacer frente a unos hechos alarmantes, que muestran un grado de salvajismo y barbarie impropios de nuestra época. Y esto sucede en la misma Europa. Es evidente que frente a hechos como éstos no se puede mirar al otro lado. Es preciso actuar y hacerlo rápido para evitar este caos sangriento.