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El segundo presidente de los Estados Unidos en la larga historia democrática de aquel país que ha salido indemne de un proceso de destitución, Bill Clinton, ha obtenido una gran victoria política en las tres votaciones del Senado que precisaban de los dos tercios de los votos. En la cuestión del perjurio, el delito fue rechazado como tal por gran mayoría. En la de obstrucción a la Justicia, hubo empate. Y la moción de reprimenda fue, incluso rechazada. Sería un sarcasmo decir que ha sido una victoria moral, porque el presidente, si ha sufrido algún castigo, ha sido el moral.

Él mismo, tras conocer el veredicto del Senado, se dirigió a la nación para pedir perdón por su actitud y llamar a la reconciliación, porque los dos grandes partidos, el demócrata, al que pertenece, y el republicano, que está en la oposición, aunque con mayoría en el Senado, se han enzarzado en una cruenta lucha política, cuerpo a cuerpo.

Los republicanos han querido aprovechar los numerosos deslices, personales y políticos, de Bill Clinton para desgastarlo de forma inmisericorde y lo han sometido a un acoso moral y político cercano a la vejación. Todo el país y el mundo entero han visto al propio Clinton, en las pequeñas y grandes pantallas, incluida la famosa de Times Square, declarando apabullado, pero no vencido.

Ha sido este bajo estilo barriobajero lo que ha llevado a sus senadores y a algunos del grupo republicano a no colaborar en la decisión final de destituirle, tras un proceso que ha sido menos edificante que los propios hechos. Como es sabido y se ha demostrado, en el Congreso y el Senado norteamericanos no existe la disciplina de voto y los senadores han dado su apoyo a Clinton, más hastiados del proceso que de las torpes aventuras con Paula Jones y Monica Lewinsky. Por ello, Clinton pide, ahora, un acto de conciliación.