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Las más conocidas, y reconocidas, organizaciones humanitarias, como Cruz Roja y Cáritas, cifran en más de 30.000 los inmigrantes adultos que se hallan en España en situación irregular. Se trata de personas que no cotizan a la Seguridad Social y carecen de la correspondiente cartilla, ya sea por no tener permiso de trabajo y residencia, o porque aunque lo tengan, quien les emplea no ha cotizado por ellos. Pueden ser «ilegales» pero no dejan de ser seres humanos. No debemos perder de vista que su irregularidad ante determinadas instancias administrativas no les priva, ya no tan sólo de su condición humana, sino de sus derechos, reconocidos en algunos casos por la Convención de la ONU sobre Derechos del Niño, que España suscribió en su momento, o por la propia Constitución del país. La opinión pública española ha tenido conocimiento en fechas muy cercanas del más que relativo «desvalimiento» -por emplear un término suave- del que se resiente un colectivo humano tan nutrido. Centros que se niegan a proceder a un trasplante de órganos médicamente reconocido como imprescindible a ciudadanos que no están en regla; denegación de asistencia por falta de documentación correcta, y otros episodios igualmente lamentables, han aflorado a los medios de comunicación en los últimos tiempos, poniendo de relieve la falta de reflejos -y lo que es peor de humanidadde una Administración que todavía habla a estas alturas de «acabar con los clandestinos» en un plazo próximo a los cinco años. Aunque la cuestión fuera exclusivamente ésta, cabe preguntarse qué ocurrirá mientras tanto. En éstas y parecidas situaciones, el sentido común aconseja solventar el problema -en el caso que nos ocupa, atender sanitariamente en las mejores condicionesy actuar posteriormente, si procede, con todo el rigor propio de una intervención gubernativa. Lo contrario, como vendría sucediendo, amén de inhumano, resulta lesivo para la sensibilidad de un país que se pretende civilizado.