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L a encuesta publicada ayer por este periódico, sobre la calidad de vida en Balears, arroja unos resultados lógicos: los más favorecidos están encantados, y los menos, no. La risa va por barrios o, como también se suele decir, cada cual habla de la feria según le va. También resulta natural que quienes han elegido voluntariamente Balears para fijar su residencia y su lugar de trabajo muestren su satisfacción, aunque no sea total o puede que con algún reparo, por las condiciones de vida que aquí se ofrecen, algunas de las cuales son debidas a lo que podríamos llamar causas naturales, tanto en los aspectos positivos como negativos. Es decir, la bondad del clima, aun en fechas tan poco propicias como las actuales, o el inconveniente de la insularidad. Y también resulta lógico, aunque no debiera serlo, que el aumento del nivel de vida incremente el de la calidad en unos y disminuya en otros. Vivimos inmersos en pleno capitalismo y pagamos los grandes errores y los grandes inconvenientes, junto con las ventajas. Es decir, el desequilibrio cada vez mayor entre pobres y ricos y el hecho de que cada día haya más ricos muy ricos y más pobres más pobres. Justo al lado de una de las flotas de embarcaciones de recreo más caras del mundo hay gentes que piden limosna a cambio de productos o servicios en los semáforos ante los que se detienen coches lujosos y caros. No es demagogia, sino una realidad causada por la confusión del nivel de vida con la calidad de vida, que son cosas distintas, y la renta per cápita y los ingresos que tiene cada ciudadano. Pero cierto es que la mejor vara de medir es la comparación con uno mismo y las Balears de hace 50 años no resisten comparación con las actuales, asumida, incluso, la pérdida de tranquilidad. Sin bolsas de pobreza, eso sería un paraíso.