La intervención militar en Yugoslavia ha generado la reacción
negativa del presidente ruso Boris Yeltsin, prediciendo
apocalípticas consecuencias pero sin dar otra alternativa a esta
última y drástica decisión. En realidad, se trataba de intervenir o
no. Fracasados los intentos franceses en Rambouillet, se ha visto
que el excomunista Goran Milosevic no tenía ni tiene, por ahora,
ninguna intención de cesar la masacre y el genocidio en Kosovo.
Así pues, o se interviene o se deja a los albano-kosovares en
manos del asesino. Ha tenido que ser la OTAN la que tome el mando
porque la ONU, con el derecho de veto de cinco naciones, es, hoy
por hoy, un instrumento oxidado, especialmente desde que Kofi Annan
está al frente de su secretaría general. Pero, como se ha visto,
esta intervención no será un paseo militar y el propio presidente
Bill Clinton ha tenido que dirigirse al país para explicar la
participación norteamericana en una zona de la que el noventa por
ciento de los norteamericanos ignora su localización.
Por otra parte, ni los más optimistas creen que esta nueva
guerra, aunque localizada, vaya a resolver definitivamente el
problema. El ejemplo de Irak y Sadam Husein está ahí para avalar
este pesimismo. Especialmente teniendo en cuenta que el conflicto
bélico se desarrolla en plena Europa y que Milosevic dispone de un
ejército bien pertrechado y armado con ingenios modernos que está
dispuesto a utilizar.
En la poca esperanza de que acabe cediendo ante la presión, lo
que es necesario es que, en esta operación de injerencia moralmente
legítima, se llegue hasta el final. Por lo menos hasta el final
posible. Para acabar con la tragedia, aún con el riesgo de haberla
acentuado, y abrir una puerta de esperanza a la paz total en
Europa. Algo que debería enterrarse con el siglo XX.
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