Vuk Draskovic, viceprimer ministro de Yugoslavia, abrió la
esperanza de que alguien pudiera hacer entrar en razón a Slobodan
Milosevic. Fue un espejismo brevísimo porque, en cuanto Draskovic
propuso una solución pacífica, fue fulminantemente destituido.
Andan, por media Europa, emisarios de paz de uno a otro lado, sin
que Milosevic ceda ni un milímetro en su postura.
Así que la guerra seguirá haciendo estragos por más que se afine
la puntería, para no causar demasiadas bajas y menos en las filas
de los civiles. Pero la guerra sigue siendo la guerra y, por
desgracia, siguen cayendo víctimas. La elogiable transparencia
informativa de la OTAN nos trae la tragedia de errores que causan
víctimas.
De modo que quien pensara que esto se arreglaría en cuatro días,
estaba en un error, como se ha demostrado. La guerra es guerra y no
un juego. Y los informativos audiovisuales y las fotografías que
publicamos los medios de comunicación gráficos, nos muestran los
terribles estragos del conflicto. No solamente de una parte, por
supuesto, porque el ejército serbio ha colocado minas personales
que matan indiscriminadamente a los pobres kosovares que huyen o
son expulsados de su tierra.
De modo que tenemos que prepararnos para sufrir, aunque sea en
carne ajena, los terribles efectos de la guerra, ya sean
intencionados como los de Milosevic y sus minas personales, o
errores de cálculo o puntería de las fuerzas de la OTAN. Los
efectos colaterales son, siempre y sin excepción ninguna,
absolutamente trágicos y, a veces, irreparables. La guerra no es
aquel espectáculo mediático de las noches de Bagdad y, además, está
cerca, en el corazón de nuestra Europa y con víctimas que ya están
aquí, entre nosotros.
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