El pacto de gobierno en Euskadi entre nacionalistas vascos ha
vuelto a suscitar las críticas de los partidos centralistas, que
consideran abierta una brecha entre ambos y, lo que es peor, entre
la sociedad vasca porque una parte de ella quedará excluida.
Observando desde la distancia el pacto, queda claro que los
nacionalistas vascos prefieren tratar entre ellos que pedir la
colaboración de quienes son abiertamente hostiles a los
nacionalismos, digamos, periféricos. Últimamente, los grandes
líderes del PP y del PSOE se han dedicado a satanizarles, de modo
que era poco probable que acudieran a ellos para pactar.
Desde un punto de vista exclusivamente objetivo nada hay que
oponer, legalmente, a un pacto entre nacionalistas. En Catalunya,
por ejemplo, el primer Gobierno Pujol pudo formarse gracias a un
partido republicano, de izquierdas e independentista como es
Esquerra Republicana de Catalunya, cuyo líder presidió nada menos
que el Parlament de Catalunya. Y no pasó otra cosa que se gobernó
con toda normalidad. En Euskadi ha de ocurrir lo mismo pese a que
Euskal Herritarrok sea independentista y defienda las tesis de ETA,
aunque habría que reprocharle que no haya hecho aún una condena
pública de la violencia. Pese a ello, no ha de abrirse un abismo en
la sociedad vasca si la mayoría respeta las reglas, gobierna con
generosidad y la oposición se centra en trabajar desde el respeto.
A todo el mundo civilizado repugnan los procedimientos violentos,
pero de lo que se trata, ahora, es de que la opinión de ETA se
defienda con la palabra desde las instituciones democráticas y no
en la calle con las armas. Alarmarse porque los violentos acepten
el juego democrático, abandonen las armas y entren en las
instituciones es una actitud contradictoria. Sobre todo si
gobiernan respetando a todos los vascos.
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