La repentina muerte del rey de Marruecos, Hassán II, deja a su
país en una situación cuando menos delicada. Si bien es probable
que su heredero, el príncipe Sidi Mohamed, siga sus mismos pasos y
concluya la labor emprendida por el padre durante sus últimos años,
también es cierto que el nuevo monarca es aún demasiado joven
"tiene 35 años" y adolece de la larga y en ocasiones traumática
experiencia del progenitor.
Por eso en Occidente se mira con ojos desconfiados hacia el
vecino del sur. Marruecos es un país pobre cuyos habitantes se ven
obligados a emigrar a la rica Europa en busca de una vida mejor, un
país semi-modernizado rodeado de Estados que sufren violentamente
el azote del integrismo y un país, en fin, que acaba de abrir
tímidamente las puertas de la democracia "recordemos que una
reforma constitucional muy reciente, llevada a cabo en 1996, dio a
Marruecos un Parlamento con una cámara electa por sufragio
universal". Y si hasta ahora fue Hassán II el elemento unificador
de un pueblo que sobrevive en esas condiciones, nadie sabe hasta
qué punto ese mismo pueblo se sentirá unido y cohesionado en la
figura de su hijo, Sidi Mohamed.
A la hora de su muerte, el monarca alauí, que empezó su reinado
como «persona inviolable y sagrada y emir de los creyentes», ha
cosechado un auténtico tesoro de alabanzas y elogios por parte de
dirigentes del mundo entero. Sus honras fúnebres contarán con la
presencia de jefes de Estado, de Gobierno y reyes de todo el mundo.
Incluso el máximo dignatario del Frente Polisario "enemigo acérrimo
en vida" le ha regalado hermosas palabras de recuerdo. Pero no hay
que olvidar que bajo su régimen totalitario murieron cientos de
personas y otras tantas fueron torturadas y detenidas por el único
delito de enfrentarse a él.
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