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Érase un domingo de verano de los años cincuenta. A las cinco de la tarde, hora taurina, el entrañable heladero paseaba su andar firme por las calles de la ciudad. Al grito de «¡Al rico mantecado, mantecado helado!», los niños bajaban a la calle para refrescar sus labios con el fresco dulce llevando en su mano los treinta céntimos que valía el más barato «mantecado», cincuenta los que tenían más suerte y una peseta los niños de «casa bien». En Palma, dos eran los heladeros más populares; a uno le llamaban «El rubio», a otro «el Ché», y formaban un todo con el paisaje de la ciudad. Entre «neules» cuadrangulares, el helado debía ser engullido a una cierta velocidad porque el hielo con sal que conservaba la temperatura no soportaba el rigor de la canícula estival. Sólo unos pocos podían dejarle reposar en aquellas primeras neveras de la marca Westinghouse que sustituyeron a las de serpentín. En la fotografía de Planas Montanyá son protagonistas dos figuras ya desaparecidas, la del heladero ambulante que murió por decreto municipal y la del botones uniformado "el chico de la bicicleta era el botones del hotel Cala Mayor" a quien mató el turismo de masas y pocas estrellas. Ajenos a ello, caminaban por el pavimento sin asfaltar los soldaditos que se dirigían al cuartel de intendencia sito en las Avenidas. Para ellos, ni mantecados, ni «nesplas», ni «gínjols» o «servas». Antes la obligación que la devoción.