Medio mundo contempló ayer anonadado cómo el dictador Augusto
Pinochet se levantaba de su silla de ruedas al pisar suelo chileno,
mostraba a las cámaras un rostro saludable y abrazaba con alegría a
sus allegados, con gestos propios no de un grave enfermo, como nos
habían hecho creer, sino de una persona de edad que goza de una
salud aceptable. El senador tiene 84 años y acababa de soportar un
viaje en avión nada menos que de 24 horas, con una escala. En esas
mismas circunstancias, cualquier ciudadano más joven se hubiera
mostrado más cansado.
La misma impresión de sorpresa causó el recibimiento organizado
por los militares y amigos del general, que lo acogieron como a un
héroe mientras los periodistas eran desalojados de mala manera del
recinto aeroportuario donde esperaron durante horas su llegada.
El dispositivo de seguridad "planificado, al parecer, a espaldas
del Gobierno chileno" fue también digno de los peores tiempos de la
dictadura, con cuerpos de elite del Ejército, tropas armadas,
helicópteros artillados, vigías con sofisticados aparatos de visión
en escenarios de combate y cientos de agentes de paisano observando
hasta el más mínimo movimiento a su alrededor para el traslado del
presunto enfermo a un hospital.
El Ejecutivo mostró su descontento ante estos hechos, aludiendo
a la mala imagen que se da de un país democrático como es Chile.
Pues bien, su fidelidad al sistema democrático tendrán que
demostrarla ahora, promoviendo desde todas las instancias posibles
la puesta en marcha de la maquinaria judicial para procesar al ex
dictador.
Por el momento, Pinochet descansa en una de sus mansiones
santiaguinas. Otros no descansarán hasta que pague por el asesinato
de tres mil personas inocentes durante su largo mandato.
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