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Llevamos un largo período en el que el problema de la violencia doméstica se ha convertido en un asunto de Estado y de debate público y privado de gran interés. Parece que todos los estamentos están de acuerdo en llevar a cabo políticas tendentes a prevenir el problema y a solventarlo cuando se presenta. Sin embargo, algunas veces los pocos pasos dados en la buena dirección quedan anulados por hechos como el que acaba de ocurrir en Barcelona, donde se ha hecho pública una sentencia escandalosa del Tribunal Superior de Catalunya. El condenado propinó 17 patadas en la cabeza de su mujer, dejándola completamente desfigurada, después la estranguló y la descuartizó. Pese a ello, el juez considera que en este caso no hubo ensañamiento, con lo que la condena será más leve de lo previsto.

Como es natural, diversos colectivos de mujeres han puesto el grito en el cielo y el caso se trasladará al Tribunal Supremo para intentar arreglar el desaguisado.

También desde el ámbito de la política, el PSOE e Izquierda Unida han criticado la decisión judicial y, aunque matizan que no ocurre lo mismo en toda la judicatura, sí manifiestan su asombro por la sentencia, que consideran que alienta la criminalidad contra las mujeres.

En este caso, como en tantos otros, todavía pesan prejuicios ancestrales, como la vieja costumbre de creer que los malos tratos en el seno de la familia deben quedarse en el ámbito del hogar. Ya son miles las mujeres maltratadas que no se atreven a denunciarlo y las que lo hacen, si encuentran sentencias como ésta, dejarán de hacerlo.

Es urgente un plan nacional contra la violencia doméstica, que proponga ayudas concretas a las víctimas y, desde luego, castigos ejemplares para los verdugos.