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La sentencia de la Audiencia Nacional que anula la congelación salarial de 1997 para los funcionarios ha caído como un jarro de agua fría sobre un Ejecutivo que ya atesora involuntariamente un buen cúmulo de asuntos problemáticos. La noticia supone un nuevo varapalo al Gobierno, que intentó con esta medida "ratificada por el Parlamento de la nación" cumplir los objetivos europeos para el déficit del Estado, sacrificando la economía familiar de más de dos millones de empleados públicos.

En principio, anuncian desde Madrid que recurrirán la sentencia, por entender que vulnera la separación de poderes imprescindible en un Estado democrático y, por si acaso, también se lanza la cantaleta de que «sea cual sea el coste de la sentencia, la sufragarán los contribuyentes con sus impuestos».

La frase suena a amenaza, a venganza casi, aunque no debe de extrañarnos en absoluto, pues al fin todo en este país lo sufragamos los contribuyentes, vía directa o indirecta.

Cierto es que a la mayoría de los ciudadanos le resulta comprensible la maniobra de congelar salarios públicos, ya que los funcionarios gozan "en contra de muchos otros" de seguridad en el empleo. Pero tampoco resulta creíble que todo un Gobierno elija esta opción año tras año para contener un déficit que de otra manera se dispararía, sólo para cumplir de forma ficticia los márgenes que establece Bruselas.

La economía del país debe basarse en criterios más sólidos y la relación de gastos e ingresos, también. Ahora, si la sentencia finalmente se confirma, entre todos tendremos que desembolsar quizá medio billón de pesetas "una locura" para que los empleados públicos reciban una paga extra que no tuvieron en su día. Mal está lo que mal acaba.