Además de la pobreza, las bolsas de marginación, la corrupción
política, las crisis económicas, las altas tasas de analfabetismo y
los bajos niveles de sanidad, educación y de ayudas sociales que
padecen la mayoría de los países latinoamericanos, Colombia sufre
la lacra de una guerra de guerrillas que desangra la sociedad desde
hace décadas, condenándola a una situación sin salida. Fundadas en
1964, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) son el
grupo guerrillero más antiguo y consolidado, con más de quince mil
hombres armados a sus órdenes, que controlan una superficie de
42.000 kilómetros cuadrados del país.
Pero no son los únicos. Existe además el Ejército de Liberación
Nacional (ELN), que dispone de otros cinco mil guerrilleros, y los
grupos paramilitares de ultraderecha, que combaten a los
anteriores. En fin, un panorama desolador para el que nadie ha
podido vislumbrar una salida en estos últimos cuarenta años. Ahora
el presidente Andrés Pastrana se ha sentado con el líder de las
FARC a negociar una solución. La alegría de los colombianos es
comprensible, y también sus dudas, puesto que no es la primera vez.
Choca en estos lares que todo un presidente de la nación se interne
en la selva para entrevistarse en un campamento con el jefe de los
terroristas, se estrechen la mano y acuerden seguir la negociación
sin descanso hasta lograr objetivos inmediatos, como un alto el
fuego, e intentar otros a más largo plazo, como la paz
definitiva.
Pero el proceso es complejo, la situación también, y a los
problemas de la guerrilla se añaden los del narcotráfico, que
vienen a complicar aún más el asunto. Sin embargo, como dicen todos
los observadores, el primer paso está dado y eso, sin duda, es ya
un éxito.
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