El mundo entero está conmocionado, escandalizado y enfurecido
por la destrucción a golpe de mortero por parte de los Talibán
afganos de las estatuas gigantes de Buda, que eran, además de
hermosas y antiguas, Patrimonio de la Humanidad, o sea, que nos
pertenecían a todos nosotros. No le falta razón al mundo "y a los
noticieros que lo proclaman a los cuatro vientos, dejando en
evidencia la brutalidad y osadía de esos integristas" para
encontrar censurable este proceder. Porque lo es.
Pero no es nuevo, ni siquiera original. Los Talibán llevan
muchos años cometiendo las atrocidades más indescriptibles, no
contra estatuas de piedra, sino contra personas de carne y hueso,
cuyo único delito es haber nacido en el momento y en el lugar
equivocado. Miles de afganos, los que han podido, después de
sobrevivir a guerras y desastres han huido aterrorizados a países
vecinos para ver con tristeza infinita como su tierra y sus gentes
se desangran por culpa de unos cuantos enajenados muy bien apoyados
desde el exterior. El resto de sus compatriotas, los que permanecen
en el país, se ven abocados "de forma aún más dura para las
mujeres" a sufrir un infierno cotidiano para conservar la vida.
Hay ejemplos a diario de la implacable persecución que estos
bestias llevan a cabo contra todo y contra todos. Pero la comunidad
internacional, los medios de comunicación, la opinión pública y las
autoridades supranacionales sólo se han levantado de sus cómodos
sillones cuando han sabido que los Budas de piedra, hoy ya
destruidos, estaban en peligro, si no hechos añicos ya.
Eso demuestra el valor que la vida humana, tan abundante en
estos tiempos, tiene para los poderosos. Más importancia tiene hoy
una estatua que la vida y el futuro de miles de hombres, mujeres y
niños. Así es el mundo que hemos hecho.
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