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Un día después de que un joven fuera muerto en Génova por un disparo en la frente en medio de la confusión y de la consternación general, la ciudad italiana se vio otra vez hundida en una situación de violencia y contraviolencia sin sentido. En su refugio, custodiado por miles de policías, los ocho jefes de los Estados más poderosos del mundo proseguían con sus deliberaciones, ajenos a lo que ocurría en el exterior, aunque todos ellos quisieron dejar claro que sentían lo que había ocurrido.

Ya es tarde para lamentaciones e Italia deberá responder ante el mundo de una muerte inútil y perfectamente evitable. Si bien es cierto que el carabinero que mató al joven radical tenía sólo 21 años, su preparación para soportar la presión y saber reaccionar ante el peligro debía ser perfecta, o de otro modo nunca debió llevar un arma de fuego en las manos.

No se comprende cómo una nación ofrece una de sus ciudades para celebrar una cumbre de éstas que se sabe con antelación que pueden acabar en un desastre, poniendo en serio peligro a sus ciudadanos y volviendo del revés la vida de cada uno de ellos. Veinte mil agentes del orden no han servido para contener la furia de los manifestantes, que pretenden hacer ver a la opinión pública que el planeta corre a velocidad de vértigo hacia la injusticia más aterradora con la complicidad de dirigentes políticos y económicos del mundo entero. Quizá sus métodos sean discutibles y quizá también haya en las filas de estos movimientos personas infiltradas con la intención de «reventar» su imagen. Pero lo cierto es que junto a la noticia de la muerte de Carlo Giuliani, ayer mismo, se publicaba que 150 niños africanos habían perecido en un barco que los trasladaba para ser vendidos como esclavos. Y a nadie pareció conmoverle.