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Aunque ha negado sistemáticamente su implicación en la masacre de Nueva York y Washington, el multimillonario saudí Osama bin Laden no ha podido refrenar la tentación de llamar a la Guerra Santa a afganos y paquistaníes contra el mundo occidental. El llamamiento no tiene desperdicio y no hace más que confirmar el grado de locura que padece este sujeto, paradójicamente preparado y aupado, en otro tiempo, en su carrera de gloria y poder por la CIA norteamericana.

Bin Laden califica de «fuerzas infieles» a los Estados Unidos, añadiendo el necesario elemento religioso que empuje a los radicales islámicos a una guerra sin sentido que tienen perdida de antemano. Pero no se queda ahí. «Estamos firmes en el camino de la Yihad por la gracia de Dios e inspirados por su Profeta», dice y añade: «Que la paz esté con el Profeta y con el heroico pueblo de Afganistán». Quizás este individuo no se ha parado un momento a mirar la realidad de ese pueblo al que alude, obligado a lanzarse en tropel "con cuatro enseres a cuestas" hacia una frontera que tal vez suponga su salvación. Porque lo que hemos podido ver en televisión no es más que un país desolado, miserable, derrotado y lúgubre. Esa es la alternativa de paz que proponen los integristas, la paz del cementerio, con una oposición debilitada al extremo, con una población humillada y degradada, con una nación hundida en la pobreza.

Ojalá la fuerza de la palabra, del diálogo y de la negociación pueda llevar a buen puerto esta crisis, pero si no es así, lo único que Bin Laden y sus secuaces van a conseguir es aplastar aún más un país que ya no es ni la sombra de lo que un día fue y enviar a fosas comunes a miles de exaltados que darán su vida por un fanatismo que sólo conduce al desastre.