Los mendigos ejercen su triste oficio en zonas céntricas repletas de comercios. Foto: J.MOREY.

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Acabamos de pasar diez días de comilonas, cenas, brindis, vestidos de gala, joyas y bisutería de lujo, complementos festivos y toda clase de detalles que marcan la diferencia entre estas fechas navideñas y el resto del año. Aunque lo que celebramos tiene su origen en ciertas creencias religiosas y una doctrina que pregona, precisamente, la generosidad y la sencillez, el paso de los siglos ha convertido la Navidad en sinónimo de derroche, de ostentación y de consumismo feroz.

Nadie escapa al embrujo de una mesa bien puesta, servida con esmero y repleta de dulces envueltos en papeles brillantes, de manjares prohibidos en otras fechas, de platos que requieren largas y complejas elaboraciones, con copas finas llenas de licores, vinos y cavas de excepción. Todos los hogares se adornan, se visten de Navidad, con árboles ricamente engalanados con pequeños objetos dorados, plateados, rojos, azules y verdes. En todas las casas ocupa un lugar destacado el belén que recuerda precisamente el origen de esta tradición en la que el nacimiento de un niño pobre es el protagonista absoluto.

Pues en las calles de cualquier ciudad, y en la nuestra también, tenemos estos días la oportunidad de asomarnos a otra realidad bien distinta: la pobreza. Aunque muchos transeúntes se quejan de la pésima imagen que da a Palma la presencia de mendigos en todas las esquinas, y a pesar de que muchos otros manifiestan su convencimiento de que se trata de redes organizadas de delincuentes, lo cierto es que están ahí poniendo en evidencia una situación límite.

Sentados sobre un suelo helado, vestidos pobremente, con carteles que exhiben su precaria situación con faltas de ortografía, a veces incluso con niños a su lado, los mendigos ocupan diversos puntos neurálgicos de Palma, especialmente en las proximidades de los grandes comercios y de algunas iglesias. Es muy posible que formen parte de redes organizadas, quizá se marchen mañana a otra ciudad, pero no podemos eludir una realidad que se impone. Mientras el resto de los mortales, que goza de cierta estabilidad económica, dedica tiempo, esfuerzo y dinero a decidir, escoger, comprar y envolver regalos para familiares y amigos, la mirada triste de estas personas nos dedica una llamada de atención a nuestras conciencias.