La democrática Francia ha sufrido un vuelco inesperado con la
sorprendente eclosión del voto ultraderechista que representa Jean
Marie Le Pen, un personaje atípico que aglutina en su Frente
Nacional el populismo, el proteccionismo, el anticomunismo y el
ultraliberalismo. Un cóctel peligroso que muchos, demasiados,
franceses han decidido apoyar. Y ahí está precisamente lo
preocupante del asunto, que el programa demagógico, antieuropeísta,
xenófobo y populachero de Le Pen haya conseguido atraer el voto y
la simpatía de millones (casi cinco) de ciudadanos.
Muchos factores se han dado la mano a la hora de llegar a una
situación así. Uno de ellos, nada desdeñable, ha sido la
proliferación de escándalos de corrupción tanto en filas
socialistas como conservadoras, lo que puede haber llevado al
elector galo a castigar a los partidos tradicionales. Lo cual, por
otra parte, podría ser una buena noticia, pues se puede suponer que
en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el 5 de
mayo, las aguas volverán a su cauce natural, cerrando el paso al
ultranacionalismo. Otro motivo podría ser la inseguridad ciudadana,
el aumento de la inmigración y la renqueante economía. El perfil
del votante de Le Pen le describe como varón, parado u obrero y
joven; o sea, descontento con lo que hay. Esto debe llevar a una
seria reflexión sobre los motivos que han conducido a este
desencanto para reconducir la situación y motivar un mayor interés
por la política ejercida por personas y desde partidos con profunda
vocación democrática.
La situación es delicada y de aquí al 5 de mayo la maquinaria
electoral gala funcionará a todo gas con el único objetivo de
llamar a las urnas a esos miles y miles de ciudadanos que
prefirieron quedarse en casa en la primera vuelta. Quizá en sus
manos esté el futuro de Europa.
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