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Fue muy duro, sobre todo al principio, la primera vez que subieron a aquel desvencijado autobús «pirata», sin vidrios en las ventanillas que impidiera la entrada del frío, apretujados entre maletas, bultos, colchones y aquellos enseres que pensaban que iban a necesitar en Mallorca. Valencia era la última etapa terrestre en donde encontrarían el «gigantesco» barco con el que surcarían el mar inmenso que nunca habían visto. Por último, la costa mallorquina y el puerto de Palma, lugar de entrada de «la tierra prometida» en la que empezarían una nueva vida. Son los inmigrantes procedentes de los pueblos españoles que llegaron hace más de cuarenta años y que ayudaron a la prosperidad económica de las islas, al mismo tiempo que solventaban el particular problema familiar.

Ultima Hora ha querido conocer alguno de estos pueblos originarios de esas personas, muchas de las cuales han echado definitivamente sus raíces aquí, y cuyos hijos han nacido y crecido en la isla. Rute, Aguilar de la Frontera, Iznajar, en Córdoba y Barcarrota y Orellana la Vieja fueron las localidades visitadas para la realización de este reportaje que también publica, más ampliamente el semanario Brisas que se ofrece con la edición de mañana de este diario. Rute huele a anís. Se trata de un pueblo sorprendentemente dinámico, una ciudad en miniatura en cuyo centro resulta hasta difícil aparcar el coche.

Rodeado de olivares, sus empinadas calles son un buen reto para los caminantes y parecen reservadas para los más fuertes, a pesar de que los residentes parecen más que acostumbrados a aquel ejercicio. A Rute hace seis meses que ha vuelto la familia Henares Reina después de pasar gran parte de sus vidas en Alcúdia, que añoran y que no descartan volver si finalmente no se adaptan a las costumbres de su pueblo de origen. Se fueron a Alcúdia, como la mayoría, porque la España agrícola sucumbió y dejó sin esperanzas a miles de familias. En Mallorca encontraron trabajo en la construcción primero y en la hostelería después. Pero también la mala suerte en forma de tragedia les persiguió hasta la localidad mallorquina, y del infortunio fue víctima aquella niña de 9 años, Trinidad Henares, cuyo cadáver fue descubierto debajo de unas matas un año después de su desaparición. «Nunca podremos olvidar lo que pasó», dicen la madre y los hermanos de la pequeña.

Ahora, la familia intenta adaptarse a la forma de ser de la gente de Rute, y al hecho de no tenerlo «todo cerca como teníamos en Alcúdia». Pero es a los jóvenes a quienes más les cuesta adaptarse, por eso no han finiquitado definitivamente su estancia en la Isla y se encuentran en situación de excedencia laboral, por si deciden regresar a Mallorca.

Son pocos los que han regresado a Aguilar de la Frontera. La mayoría de los que en su día decidieron emigrar a Mallorca aún continúan aquí, formando una numerosa comunidad en Inca en donde se establecieron y vieron crecer sus familias y prosperar sus economías. El pueblo, de 13.000 habitantes, intenta subirse al carro de la prosperidad industrial al que se subieron otras localidades vecinas, como Lucena, con una importante industria de fabricación de muebles. Aguilar sigue siendo un municipio agrícola, pero ahora intenta dar a conocer sus numerosos atractivos turísticos y aprovechar el creciente turismo interior. Su alcaldesa, Carmen Flores, dice que el pueblo tiene los brazos abiertos «para sus hijos que quieran volver».

En Barcarrota, tierra de buenos jamones a 138 kilómetros de Badajoz, más que nada encontramos pesimismo. Las vacías calles del pueblo contrastaban con el dinamismo de los pueblos andaluces que habíamos visitado en días anteriores. «Aquí no hay nada, no hay futuro para los jóvenes» nos decían unos y otros. Invariablemente, todos tenían familia o amigos en Mallorca, especialmente en Capdepera o Artà, y muchos de ellos habían trabajado en la Isla. «Aquí se vivía de la agricultura, pero ahora casi no hay trabajo, especialmente para los jóvenes que quieran aprender un oficio», nos decían. También se puede encontrar trabajo en la construcción, pero no mucho, porque los que decidieron regresar, o se ganan el sustento como temporeros se están construyendo nuevas casas y eso posibilita que de alguna manera haya más trabajo, «pero es como un espejismo, porque de cada día hay menos gente en el pueblo, y eso, por ahora, no tiene solución. Por eso no nos queda más remedio que emigrar».

Más optimistas parecen en Orellana la Vieja, porque pretenden aprovechar la experiencia de los que en su día emigraron a Mallorca para incentivar la incipiente oferta turística, aprovechando las posibilidades que ofrece el embalse de Orellana, con sus playas artificiales, navegable en una longitud de 37 kilómetros y en el que se puede practicar el deporte de la pesca. «Debemos mucho a Mallorca», dice su alcalde, y repiten otros, porque en la Isla aprendieron casi todo lo que había que aprender para poder emprender la aventura del turismo como medio de subsistencia de la población, que ahora cuenta con poco más de 3.500 habitantes, pero que llegó a los 7.000, cuando la construcción del embalse. Aquella mano de obra se trasladó después a Mallorca, porque era necesaria para hacer crecer la planta hotelera, al tiempo que la economía balear. Los de Orellana se establecieron en Felanitx, en donde crearon la Casa de Extremadura de Mallorca.