Los continuos atentados han pasado factura echando al turista del
país. Caminar por Jerusalén, sobre todo por su ciudad antigua, es
de lo más recomendable, relajante, instructivo y, si me apuran,
hasta divertido. Y uno debe hacerlo a poco de llegar a la ciudad
pensando que no tiene por qué pasar nada, como hicimos nosotros,
primero en compañía de Aina Canals (Janna ó Hana Simon) y de su
esposo, Sholom Simon, al día siguiente en solitario y por último
con Nissan ben Abraham, nacido Nicolau Aguiló, judío mallorquín, de
Palma, desde su nacimiento, y por conversión desde hace más de
veinte, que es el tiempo que lleva viviendo en Shiló, una pequeña
ciudad situada en pleno desierto de Samaria, que deja en el camino
a Ramala y a otras ciudades dominadas por los árabes, y que el día
de Tisha be Ad (aniversario de la destrucción del segundo templo de
Jerusalén) se ha venido hasta el Muro de las Lamentaciones a rezar.
De entrada, llama poderosamente la atención el orden y la
limpieza que reina por doquier, aunque a medida que uno va
penetrando por el barrio árabe va notando que el entorno varía. El
silencio queda roto por el bullicio y la limpieza, en según qué
calles y rincones, deja un poco que desear. Por otra parte,
sorprende ver que apenas hay turistas, tanto que en nuestro primer
paseo, salvo un grupo de estudiantes norteamericanos a quienes su
kipá delataba su condición de judíos, y media docena de japoneses
deambulando, no vimos a nadie más. «Hace veinte años, por estas
calles que recorremos ahora -recordaba Pere Bonnín- apenas se podía
dar un paso de la gente, turistas en su inmensa mayoría, que
circulaba por ellas. Hoy, ya ves que no hay nadie», lo cual se
traducía en poco trabajo, por lo que muchas tiendas de la ciudadela
habían cerrado hacía tiempo, mientras que los dueños de las que
permanecían abiertas pasaban parte del día jugando con otros dueños
a cartas o ajedrez.
Yaakov y Esther, propietarios de Yaakov Greenvurcel, una joyería
situada en Hutzot Hayotzr, una empinada y empedrada calle ubicada a
no muchos metros de la puerta de Yafo, adonde fuimos a recalar
guiados por Aina, amiga de ellos, nos decían que «antes de la
última intifada por esta tienda pasaban alrededor de cuarenta
clientes cada día, y el doble o triple por la que tenemos en la
ciudad antigua. Hoy hay días en que no pasa nadie. ¿Que de qué
vivimos? De los ahorros y de lo que ganamos vendiendo en Nueva
York, adonde vamos unas cuantas veces al año». Algo por el estilo
estaba padeciendo David, un judío marroquí, con tienda abierta en
la Jaffa Gate que uno se encuentra a poco de entrar en la old city,
donde los clientes también habían dejando de acudir «ya que desde
hace muchos meses no hay turistas».
Que un marroquí sea judío, y que además venda entre judíos,
árabes y cristianos, es prueba más que evidente que la convivencia,
no sólo en aquella ciudad sino en todo el estado, sería posible de
no ser por esos descerebrados que se dedican a matar o a matarse
para matar, causando pánico y terror, y ahuyentado a los visitantes
que hasta no hace mucho recibía Israel. Durante nuestra estancia en
Israel, este país ha sufrido dos atentados, el del asentamiento
Emmanuel, donde una bomba paralizó un autobús en plena carretera, y
que cuando algunos de sus ocupantes lo abandonaban fueron a
abatidos a tiros por terroristas vestidos con ropas militares
israelíes, y el de Tel Aviv, ocurrido en un barrio frecuentado por
trabajadores extranjeros en el día de la celebración del Tisha be
Ab, saldado con muertos, entre ellos los dos terroristas suicidas
además de numerosos heridos, muchos de ellos muy graves.
Pere Bonnín me hace ver durante el recorrido por el barrio
cristiano, en el que éstos conviven en completa paz con ortodoxos,
armenios y coptos, de qué modo la Iglesia cristiana ha hecho
desaparecer los vestigios de la época de Jesucristo. «Donde se dice
que fue enterrado se ha construido un templo, y donde se cuenta que
Cireneo le ayudó a transportar la cruz, otro». Y así es,
efectivamente: de aquel lugar en el que el rico José de Arimatea
depositó el cuerpo de Jesús muerto, tras haberlo reclamado a
Pilatos, tan sólo queda un gran templo, «al igual que otro en donde
nació, en Belén. Eso sí -recalca Bonnín-, dotado de una gran
acústica. Y lo digo porque allí canté El Emigrant, que, según me
contaron, sonó muy bien».
Cerca de la Vía Dolorosa, en la calle Casa Nova, se encuentra un
albergue con el mismo nombre regentado por franciscanos. Nos
atiende Fray Donato, italiano para más señas, que nos explica cómo
poder llegar a Belén sin perecer en el empeño y, de paso, visitar
el templo del nacimiento, que, como recordarán, en fechas recientes
saltó a las primeras páginas de los diarios a raíz de su ocupación
por un comando palestino. Pero, parece que si decidimos ir ese día,
o al siguiente, no vamos a tener mucha suerte, pues la ciudad está
ocupada por los militares y en las horas en las que podemos viajar
hasta allí se rumorea que no va haber permiso para entrar en su
recinto. Así que, tras agradecer a Fray Donato su interés por
echarnos una mano para hacer ese viaje, quedamos en visitarle en
otra ocasión.
A través de estrechas calles repletas de tenderetes, pero vacíos
de clientes y algunos cerrados a cal y canto, penetramos por fin en
el barrio árabe. Pere Bonnín ha propuesto acercarnos hasta Al Aska,
la explanada de las mezquitas, aunque antes pasamos por un
cybercafé que hay frente a la Puerta Nueva para enviar unas fotos.
A mi lado, una joven norteamericana manda un e-mail al amigo
encabezándolo con «I'm in Palestina...». «Debe de ser porque el
amigo es musulmán», dice por lo bajo Pere. Sin más, enviamos las
fotos, echamos un vistazo a Ultima Hora Digital
para ver cómo están las cosas por el Perejil y salimos. A poco de
poner los pies en el barrio árabe, notamos el cambio. Más bullicio,
más gente -árabes todos- en las calles yendo y viniendo por un
mercadillo que se extiende a lo largo del barrio; pobres pidiendo;
niños pidiendo; música árabe, a ratos a todo volumen, que se emite
a través de Cd desde las tiendas musicales, de cuyas fachadas
penden las fotografías de los cantantes más de moda; tenderetes de
comida, alguna bastante reseca; pequeños bares donde se toma té
aromático; numerosas carnicerías con el género bien a la vista;
mujeres que venden tomillo que amontonan sobre telas extendidas en
el suelo; camisetas puestas a la venta en las que se lee «Yankis,
tranquilos, Israel está con vosotros», o en las que aparece el
rostro sonriente de Arafat entre una corona de laureles...
Sin darnos cuenta llegamos hasta la puerta de la explanada de
las mezquitas donde emergen la cúpula de Omar y la mezquita de Al
Aksa (que visitadas por Sharon hace dos años originó la ultima gran
entifada, al entender los árabes que aquello fue una provocación) y
que queda por encima del Muro de las Lamentaciones, pero la policía
que monta guardia en la entrada nos impide pasar debido a que los
musulmanes no permiten la entrada a los infieles, por lo que
tenemos que deshacer el camino. De la pequeña heladería"tienda de
souvenirs de la esquina de Near Sópense Hospital, nos llama la
atención las numerosas fotografias de un joven que cuelgan de sus
paredes. «Debe de ser otro cantante de moda», piensa en voz alta
Pere Bonnín. Pero no; observamos detenidamente las fotos, y no. El
padre, que dice llamarse Yousef Al-Shaweish, nos disipa las dudas:
las fotos de Haleb -así se llamaba el chico- están a la vista,
«porque fue asesinado por los militares judíos».
En otras fotografías se ve a una madre desesperada, llorando, en
otra, a los hermanos y amigos retenidos por las fuerzas de
seguridad, y en otra el cuerpo del joven envuelto en un sudario de
color verde, llevado a volandas por la multitud vociferante. «Le
acompaño en el sentimiento», le dice Pere a Yousef, que asiente en
silencio sin dejar de servir helados a tres chicas. Finalmente,
señalando una de las fotografías murmura: «Le mataron en 1989».
Entonces, ya yéndonos de allí, imagino cómo quedarían las ciudades
si los judíos colgaran de las paredes las fotos de sus muertos a
manos de los terroristas.
El caminante no debe pasar por alto una vista al sancta santorum
judío, el Muro de las Lamentaciones. Es una inmensa explanada a la
que se llega a través del barrio judío de la vieja ciudad tras
pasar un control policial (también se puede hacer el recorrido
hasta allí a través de los tejados y las azoteas de las casas de
dicho barrio, un paseo que nos mostró Nissan ben Abraham, y que
nosotros les recomendamos). La parte superior de la muralla da a la
explanada de las mezquitas, «desde la cual -señala el lugar Pere-
los árabes apedreaban a los judíos mientras rezaban frente al
muro». «El año pasado, en el día del Tisha de Ab, en que este lugar
estaba repleto de gente, entre la que nos encontrábamos algunos de
mis hijos y yo, los árabes nos lanzaron piedras desde lo alto de la
muralla. La policía, en vez de reprenderlos a ellos, nos ordenó que
desalojáramos la explanada», recuerda Abraham la mañana de ese
paseo por los tejados en que le acompañamos hasta el Muro a que
rezara.
Observo que mientras los hombres, unos de negro, con sobrero del
mismo color, otros de vaqueros, con la kipa cubriendo su cabeza,
unos de pie, otros sentados, oran en un lado del muro, las mujeres
lo hacen en el otro. Para entrar en esta explanada has de, primero,
lavarte las manos con el agua del pequeño pozo, y luego ponerte la
kipá ¿Qué no tienes kipá? Tranquilo. Junto a la entrada te
encontrarás con un cajón repleto de ellos. Así que tomas uno y te
lo pones ¡y adentro! Seguramente te cruzarás con niños, jóvenes,
adultos y ancianos -ellas, como hemos dicho antes, oran en la otra
parte de la valla-, algunos vestidos al estilo de los ortodoxos de
la Europa Oriental (Rusia, Polonia, Bulgaria, etc.), o sea,
completamente de negro, con levita, sombrero y coletas que caen por
encima de las sienes, que reculan en dirección hacia la salida,
todo porque aquel lugar debe de ser abandonado sin perder de vista
el Muro, que a poco que estás frente al él sientes una sensación,
¿cómo lo diría?, de paz, de relajo, pese a la multitud que te
rodea. Primero a hurtadillas, luego con descaro, te fijas en ellos,
que concentrados en la oración, ignoran tu presencia. Luego haces
lo que el Papa, escribir un deseo en un papel, doblarlo y dejarlo,
junto a otros, entre los huecos de los bloques de piedra que
confortan aquella impresionante pared rectangular.
Por último, al igual que ellos, te retiras mirándola, sin
prisas, y tras dejar el kipá en su sitio, abandonas la explanada
por cualquiera de los controles policiales. Si ves soldados y
policías con chalecos antibalas, cascos y armados, no te alarmes.
Dada la situación que traviesa el país, recuerda: dos atentados con
ocho muertos en dos días, te dará alegría verlos. Y si entre ellos
ves algún que otro negro, no te sorprendas. Los judíos están en
todo el mundo y en los últimos años cada vez son más los que
regresan a la Tierra Prometida.
Como seguramente apretará el sol de lo lindo, se recomienda
tomar un taxi. Nosotros lo hacemos en una parada sita en frente del
Monte de los Olivos, de los que, la verdad sea dicha, vemos muy
pocos, cuatro o cinco, que sobreviven bajo un sol abrasador sobre
aquella especie de páramo que es aquel pelado monte. Antes de echar
a andar, hay que decirle al taxista que ponga en marcha el
taxímetro, porque si no, te cobra lo que quiera. Camino del hotel
vemos a lo lejos, sobre otra colina, el cenáculo de la Ultima Cena.
Minutos después, yendo en esa misma dirección, descubrimos tres o
cuatro hoteles de reciente construcción que el taxista nos dice que
están vacíos debido a la falta de turistas. Es la factura que está
pasando el conflicto en forma de intifadas varias y numerosos
atentados mortales. Pero, ¡qué bello es Jerusalén! Con prisas nos
aseamos para ir a celebrar el Shabat en casa de Janna y
Sholomo.
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