Por tercer día consecutivo nos acercamos a Cala Deià por ver si el
ex ministro Serra salía en zódiac. Pero a poco de llegar observamos
que, pese a la aparente calma marinera reinante, el mástil lucía
banderola roja, lo que nos hizo pensar que no habría singladura. Y
así fue. Al menos no la hubo en las dos horas que estuvimos allí,
esperando, pues ese fue el boleto que pagamos de la ORA, que por
cierto "según nos contaron en el chiringuito de abajo, donde
montamos la guardia" ha contribuido a ahuyentar a los robacoches
que en años anteriores hicieron su agosto metiendo mano en los
vehículos en lo que sus propietarios se bañaban en la cala.
Pues bien, en lo que esperábamos, nos percatamos de lo bello que
es ese lugar, incluso los días, como ayer, en que las olas quitan
playa a los bañistas obligándoles a instalarse, cada vez más
apretujados, sobre las rocas. A sus usuarios díficilmente les
veremos en otras playas, por muy cómodas y arenosas que sean. Son
extranjeros, residente o isleños, todos en feliz convivencia, pues
allí nadie se siente extraño. De pronto nos pareció ver a lo lejos,
tirando de una zódiac, a Bob Geldof. Pero no; al acercanos a él, no
lo era. Vestía tan extravagante como él, pero era otro. ¡Lástima!
Hubiera sido como si la Virgen de Lluc se nos hubiera aparecido en
la playita, cosa que no suele ocurrir.
Al entrar en la playa nos topamos con Soni y Bari, masajistas. Y
según rezan los carteles, especialistas en masajes por la espalda y
masaje indio por la cabeza. Muy relajantes, aseguran. Pasa que
"dicen" no hay muchos clientes. Y es que la crisis también se nota
en este tipo de paraísos pese a que a la hora de comer no es fácil
encontrar sitio en los dos restaurantes que hay, donde, dicho sea
de paso, se come bien y a uno se le trata mejor. Mientras tanto,
don Narcís seguía sin aparecer. ¿Qué hará este verano que no se le
ve en la cala? Seguramente, ir a otros lugares, descubrir otros
parajes, como el pobladito de s'Estaca, donde estuvo el domingo. En
cambio, seguía llegando más gente, que como podía iba ocupando las
rocas, pues el mar, ahora con el embat, obligaba a ello. Algunos
lograron instalar la mesa debajo de la sombrilla, sobre la cual
almorzarían, pues no todos lo hacen en el restaurante. Incluso los
hay que tiran de bocata. El tiempo se nos acabó. ¡Lástima! Pero
otro día volveremos. A ver si hay más suerte.
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