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El que este animal saltarín represente varios símbolos diferentes nos lleva a la idea de su multifuncionalidad. Los brincos sorpresivos de la rana nos recuerdan cualidades humanas como la curiosidad, la capacidad de improvisación y la adaptabilidad; y es interesante advertir también el peligro que conllevan: la dispersión. No acabar de estar en un lado, en una dirección, dirigiéndonos hacia un objetivo concreto, quedarse en un continuo gasto infructuoso de energías.

Un discurso, un proceso razonable, lógico, tiene unas leyes clásicas que convenientemente cumple: un planteamiento del tema, después una investigación o desarrollo que desemboque en un buen puerto: las conclusiones o desenlace, el esperado fruto del esfuerzo. De no ser así revisaremos el planteamiento y seguiremos de nuevo el proceso. Muchas veces nos descubrimos dando palos de ciego, presos de un pensamiento fragmentado; no es un defecto siempre y cuando no pretendamos nada en concreto.

Hay momentos para hacer la rana y otros en los que conviene apaciguar el juvenil impulso del salto sin objetivo. La rana nos recuerda un estado mental juvenil en el que la razón aún no ha mostrado que nos es útil y que adaptarnos a sus reglas da fuerza y seguridad. Al relacionarla con las charcas vemos la humedad de la tierra fértil; de ahí su sentido positivo y esperanzador, de fecundidad. La rana sugiere algo parecido a lo que nos referíamos ayer al describir la serpiente, pertenece al grupo de animales que representan las fuerzas elementales, fuerzas primarias de un mundo aún no organizado, criaturas espontáneas que aúnan los elementos tierra y agua.

Si la una nos creaba temor, la otra nos da risa. Otro aspecto juguetón, ese que la hace desaparecer y aparecer según las estaciones, se relacionaba con los ciclos de nacimiento y muerte, en su sentido más directo su condición anfibia y sus saltos nos hablan de evolución. No olvidemos la transformación del príncipe en una rana, como castigo involutivo del que no obstante pueden librarle.