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Por vez primera, los conservadores españoles han hecho suya la condena de la dictadura franquista y de los excesos que en ella se produjeron y que la práctica totalidad del Congreso venía reclamando desde hace tiempo. Y ello se produce en un momento muy significativo en el que una sociedad española que parece haber alcanzado la madurez opta por investigar en su pasado, sin miedos ni rencores. En los últimos meses se ha podido advertir un conjunto de iniciativas encaminadas a hacer luz sobre nuestro pasado cercano, como nunca se habían llevado a cabo. Se han intensificado las reclamaciones que persiguen el reconocimiento de los damnificados por la contienda civil y de quienes se vieron forzados al exilio, se ha procedido a la exhumación de fosas comunes de republicanos asesinados durante el conflicto, se han celebrado congresos en los que se ha tratado de la dura represión que llevó a cabo el franquismo una vez finalizada la guerra. Todo ello nos habla del final de ese tácito pacto de silencio que la sociedad de este país parecía haber establecido ya en los albores de la democracia a fin de no complicar aún más una situación de por sí complicada. Sensible ante tal estado de cosas el Partido Popular, que se negó hace apenas tres años a secundar la condena del golpe franquista y de la represión que le siguió, no ha podido mantenerse al margen del clamor parlamentario. El reconocimiento moral de las víctimas de la guerra civil y de todo lo que supuso, sitúa a la derecha española en una posición de sensatez. Nadie, desde ningún supuesto ideológico, puede sustraerse al hecho histórico, al mismo que nos habla de un levantamiento militar contra un gobierno republicano legalmente constituido, y a la implantación de una dictadura que atropelló todo atisbo de libertad. Y en este sentido justo es reconocer que la actitud ahora manifestada por el PP no sólo le honra, sino que es susceptible de despertar respeto incluso entre aquellos españoles que se hallen alejados de la ideología que sustenta.