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Con una producción que se sitúa entre los dos y los tres millones de barriles diarios, Irak está en segundo lugar en reservas mundiales de petróleo tras Arabia Saudí. Algo que lamentablemente comprobamos que constituye un motivo más que suficiente para desencadenar una guerra. Pero ocurre que esa potencial riqueza se halla hoy explotada en precario, debido especialmente a las restricciones impuestas al régimen de Bagdad en materia de producción y exportación tras el fin de la guerra del Golfo. La obtención de petróleo se ve igualmente frenada por el natural deterioro de la infraestructura y por la prohibición de Naciones Unidas de importar distintos componentes que pudieran ser utilizados con fines militares. Establecidas las limitaciones que pesan sobre el principal motor de la economía iraquí, es obligado hacer una precisión: las sanciones sobre Irak prohíben a las compañías extranjeras la extracción de petróleo, pero no su participación en tareas de perforación e infraestructura. Y ésta es una razón que podría estar detrás del probable contencioso que, una vez finalizada la guerra, enfrentaría a los Estados Unidos con Rusia. Durante los duros años del embargo, la industria petrolera iraquí ha venido recurriendo a Rusia a fin de sustituir su envejecida infraestructura, lo que ha conferido a este país un régimen preferencial. Como es lógico, las compañías rusas no están ahora dispuestas a renunciar a su estatus, máxime teniendo en cuenta que han aguantado el tipo durante la época de las vacas flacas. Se sabe ya que las grandes empresas norteamericanas del petróleo han diseñado sus planes, especialmente en lo que guarda relación con el reparto de contratos, para cuando haya acabado el conflicto; lo que hace temer a Rusia hallarse en situación de desventaja, una vez se hayan levantado las sanciones. Así pues se perfilaría un conflicto después del conflicto, en el que la cuestión en litigio sería el reparto del crudo iraquí. Otra vez más, dinero, dinero y dinero. Los matices políticos e ideológicos son otra cosa.