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Sebastià Arrom, canónigo, y antes cura, dice que padece el mal de la piedra. Y lo entendemos, ya que gran parte de su vida se la ha pasado metido en obras. Primero, construyendo una pequeña iglesia y una no menos pequeña escuela en la que enseñaba a cantar a los monaguillos. Luego, transformada aquella única aula en un gran colegio, el Sant Josep Obrer, que con el paso de los años se ha hecho todavía mayor. Es más, está en varios inmuebles a cual más grande, uno en Reis Catòlics y otro en la calle Mare de Déu de Montserrat, frente al polideportivo Germans Escales.

Y por si le quedara poco que hacer, hace unos años afrontó otra gran obra: la conversión de viejos palacios del casco antiguo de Palma, a la vera de la Seu, en residencia para sacerdotes. «Ha habido noches que no he dormido pensando en el dinero que tenía que amortizar», nos dice recordando cuando se metió en la obra del Sant Josep Obrer. «Había noches que me despertaba sudando pensando que no podía pagar, o tras haber soñado que iba conduciendo cuesta abajo un autobús lleno de niños sin que me respondieran los frenos».

Sin embargo, siempre salió adelante, airoso. Siempre pudo pagar para seguir ampliando para volver a empeñarse de nuevo. Hoy, cuando contempla su obra, sonríe, creo que de satisfacción, aunque él trata de disimularla. «Debo agradecer la consideración y, sobre todo, la paciencia que un constructor tuvo conmigo. Cuando no me alcanzaba para pagarle él me decía que no me preocupara». El reciente premio Ramon Llull que le ha concedido el Govern a la innovación de la enseñanza está más que justificado, como verán a continuación.

Pedro Prieto