Caída Bagdad, parece que el resto de las ciudades importantes de
Irak van a ir corriendo la misma suerte en los próximos días. Ayer
lo hacía Kirkuk, una riquísima ciudad petrolera del norte iraquí
que tradicionalmente había pertenecido a los kurdos. Y ahí,
precisamente, puede encontrarse un nuevo escollo en los planes de
pacificación que los aliados están maquinando para esta conflictiva
región del planeta.
Durante años Sadam Husein, guiado por la codicia de poseer esta
zona que alberga un tercio del oro negro del país, llevó a cabo un
plan forzoso de arabización de la ciudad, despojando a sus
habitantes kurdos de sus bienes para enviarlos a otras regiones,
dejando casas, negocios y centros de poder en manos árabes. Una
política que, al menos en teoría, tampoco le venía mal a su vecina
Turquía, que a su vez ha masacrado al pueblo kurdo durante décadas,
dejando casi cuarenta mil muertos.
Ayer los kurdos regresaron a Kirkuk. Los peshmergas,
combatientes kurdos, tomaron la ciudad que sueñan con convertir en
capital de un Estado independiente. Luego empezaron a llegar
ciudadanos de otros pueblos y regiones originarios de allí con la
idea de recuperar lo que Sadam les había arrebatado.
Las alarmas no tardaron en dispararse en Turquía, temerosa de
que si los kurdos se hacen en efecto con el control de Kirkuk y su
petróleo, su poderío económico podría llevarles a materializar ese
proyecto independentista, que afectaría de lleno al país
vecino.
Ahí se presenta un nuevo quebradero de cabeza para la coalición
anglo-americana, que de alguna forma tendrá que compensar la ayuda
prestada en el norte de Irak por el pueblo kurdo, teniendo en
cuenta que Turquía les había vetado el paso por sus fronteras.
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