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Tras la tempestad solía venir la calma, al menos según el refranero, pero parece que en Irak nada hay más lejos de la verdad. Lo que estamos viendo en televisión desde que los aliados «tomaron» casi sin resistencia la capital del país es cualquier cosa menos la imagen de la tranquilidad. Al contrario, como si se hubiera destapado en el país la tapa de una olla a presión, la ciudadanía enfervorizada se ha lanzado incontrolada a llevar a cabo actos de pillaje, ajustes de cuentas, robos y todas esas lindezas que las guerras suelen traer consigo.

No es raro que esto ocurra, ocurre siempre, lo extraño, lo inconcebible, es que miles de soldados norteamericanos perfectamente entrenados y armados se paseen por las calles de Bagdad contemplando impasibles las escenas de crímenes de este tipo.

No son policías, se justifican los mandos, pero sí son quienes supuestamente han llegado hasta allí para «liberar» al pueblo iraquí de un tirano y de sus siniestros métodos, y seguro que permitir y casi bendecir esta situación de caos y descontrol no es la mejor manera de demostrar la presunta superioridad moral con la que han justificado una guerra.

Claro que en esto, como en todo cuando hablamos de política, se dice que hay gato encerrado. Que en realidad no es más que una estrategia permitida por Washington para que los propios iraquíes alcancen tal grado de inquietud por la situación reinante que terminen por exigir que los aliados impongan la ley y el orden, de forma que el nuevo gobierno extranjero sería acogido con alivio por los interesados.

No sería raro en una aventura en la que todo ha estado premeditado y programado con antelación, desde el inexistente «terror» a las armas de destrucción masiva, hasta el envío de soldados y armas y la reorganización política del país.