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Natural de Albacete, se trasladó en su juventud a Ontinyent (Comunidad Valenciana), después de un corto periplo en Madrid. Con mirada nostálgica, recuerda esos tiempos.

-¿Cómo conoció a Teodor Úbeda?
-Mi padre se trasladó a Ontinyent. Yo trabajaba en una fábrica y un día me pidieron para ir a cuidar a María, la hermana de Teodor. Enseguida entablamos una gran amistad. Yo, en esa época estaba pensando en hacerme monja. Pero vi que mi idea de dedicarme al apostolado se podía cumplir colaborando con ellos. Hacía un año que Úbeda había cantado la primera misa. Luego se trasladó a la parroquia de Santa María de Jesús, en Valencia. Nos pidió que fuésemos a vivir con él.

-¿Cómo definiría el carácter del obispo?
-Era una persona encantadora, muy trabajador. Amable, delicado, siempre interesado por la juventud. Nunca se quejaba de nada. Siempre decía que la comida era excelente, aunque yo sabía, por ejemplo, que ese día no había cocinado el plato del todo bien. Mi madre decía: «¡Por Dios, este hombre se lo come todo!». Le encantaba escribir de noche, hasta las cinco de la madrugada.

-Úbeda fue destinado a Eivissa. ¿Qué recuerda de aquella época?
-Eran los años setenta. María y Teodor trabajaban mucho. Vivíamos en Dalt Vila, siempre teníamos visitas. Úbeda decía que allí se sentía como un párroco. Era todo muy cercano y acogedor. Le gustaban mucho los trabajos caseros: podaba árboles, plantaba, cuidaba el jardín. Primero fue obispo auxiliar en las Pitiusas, luego obispo de Eivissa y administrador apostólico de Mallorca. En esa época hubo un gran accidente de avión y Teodor trabajó intensamente.

-¿Recuerda cuándo llegó a Mallorca?
-¡Claro que sí! Cuando hicieron a Teodor obispo titular en Mallorca, María y yo vinimos a la Isla. Tuvimos un buen recibimiento y enseguida vinimos al Palacio Episcopal, donde hemos permanecido estos últimos 31 años.

-Aquí en Palma, ¿cuál era la rutina diaria del obispo?
-Normalmente se levantaba a las cinco o a las seis de la mañana. Iba a la capilla y hacía sus oraciones. Luego se iba y atendía sus asuntos hasta la noche. Últimamente, ya cuando estaba enfermo, lo disimulaba. Hasta el 25 de abril, día en que se fue a la clínica, estuvo haciendo visitas pastorales. Él no decía nada de su dolencia. Pero a veces le veía tomándose el pulso. Iba muy cansado, muy agotado. Durante toda su vida, nos había hecho trabajar mucho a todos, porque él tenía que sacar adelante sus proyectos, que eran muchos. Sabía que tenía que delegar, y lo hacía.

-¿Volverá ahora a su pueblo?
-El administrador diocesano me ha pedido que me quede hasta que llegue el nuevo obispo. Después volveré a Ontinyent, donde tengo una casa. Allí también podré dedicarme al apostolado seglar y estar con la familia de Teodor, que es maravillosa.

Toni Limongi