En un reciente informe, la Comisión Europea ha establecido que
España es uno de los países que más riesgo corre de sufrir un
desequilibrio de sus finanzas públicas en los próximos años debido
al aumento del gasto que provoca el progresivo envejecimiento de la
población. Se trata de un comprometida situación sobre la que
Bruselas lleva ya tiempo advirtiendo. El aumento del gasto en
sanidad y pensiones puede, en efecto, conducirnos a un estado de
cosas insostenible. Dado lo delicado de la cuestión, procede el
adoptar medidas severas y ambiciosas, ya que aquí no caben ni
eufemismos ni paños calientes.
Ahora bien, si nadie discute el alcance que deben tener esas
medidas, no ocurre lo mismo en lo concerniente a su carácter y
especificidad. Se escuchan en demasiadas ocasiones voces que
propugnan la solución más fácil, pero no por ello la mejor: la
población envejece, entonces lo que procede es aumentar la
natalidad. Mientras, desde otros ámbitos, llegan sugerencias que
parecen más sensatas en estos primeros compases del siglo XXI.
En lugar de promover un crecimiento demográfico, parece más
razonable prolongar la edad laboral y poner coto de una vez por
todas a las prejubilaciones. Pensemos que en nuestro país la
actividad laboral de personas mayores de 55 años apenas roza ahora
el 25%, cuando se recomienda que en el 2010 -momento en el que la
situación llegaría a la crisis- tendría que ser del 50%.
Todo ello debe llevarse a cabo en el marco de una amplia reforma
del sistema público de pensiones, que a su vez haga posible reducir
los déficits hoy existentes. El fabuloso gasto que en el presente
padecemos debe contenerse. Aterra el pensar que pueda convertirse
en realidad el dato contenido en el informe que indica que, en el
caso español, el gasto en pensiones aumentaría el equivalente al 8%
del PIB, entre el 2000 y el 2040. Para evitarlo, y con carácter
inmediato, se debe escoger ahora entre las buenas y las malas
soluciones.
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