El trágico accidente aéreo que ha costado la vida a 62 militares
españoles cuando regresaban de una misión humanitaria en Afganistán
ha producido a partes iguales indignación y dolor. Dolor porque
supone la pérdida de compatriotas que, precisamente, volvían a casa
después de dedicarse en cuerpo y alma a labores de solidaridad en
un país muy castigado. E indignación porque el avión en el que
realizaban el viaje era una aparato ucraniano alquilado por el
Ministerio de Defensa por su bajo coste.
Contemplar en televisión el lugar del siniestro y conocer las
circunstancias meteorológicas en que se produjo da una idea clara
de los motivos del choque, en una zona de montaña abrupta y con una
niebla cerrada que imposibilitó el aterrizaje.
Pese a ello han saltado las alarmas y la polémica se ha desatado
en relación a un suceso que, en opinión de algunos, podría haberse
evitado, especialmente tras conocerse el escalofriante dato que
revela que en seis meses la compañía ucraniana responsable del
vuelo ha sufrido tres accidentes. A nadie se le oculta la poca
confianza que los aviones y las tripulaciones de compañías surgidas
tras la caída de la Unión Soviética despiertan en el mundo
occidental. Sus bajos costes esconden, en muchas ocasiones,
mantenimientos deficientes y tripulaciones poco preparadas.
Es urgente que el asunto llegue al Parlamento y se depuren
responsabilidades. ¿Por qué no se utilizó uno de los aviones de la
Fuerza Aérea destinados habitualmente al traslado del presidente
del Gobierno y de los Reyes? Por una simple cuestión presupuestaria
no se puede poner en peligro la seguridad de las tropas destacadas
en misiones de paz. Si España desea mantener su presencia en zonas
alejadas del territorio nacional debe hacerlo con todas las
garantías para los profesionales de las Fuerzas Armadas.
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