La reciente estancia del presidente Bush en Europa ha venido
marcada por el llamamiento que ha hecho a los europeos a forjar una
nueva alianza con su país. Naturalmente, se trataría de una alianza
-una «gran alianza», en palabras de Bush- que actuaría bajo dictado
norteamericano, poniéndose así una vez más de relieve el papel
tutelar que Washington se reserva en sus relaciones con el viejo
continente. No es ésta una actitud nueva por parte de la
Administración USA, ya que prácticamente en la mayoría de los
aspectos económicos y políticos, desde el otro lado del Atlántico
se viene clamando desde hace tiempo por un robustecimiento de
Europa en todos los campos a fin de establecer una alianza
«fraternal» con los Estados Unidos.
Pero llegada la hora de la verdad, las cosas son bien distintas.
Hace ya años, por ejemplo, que Washington insiste en la necesidad
de que Europa aumente su gasto militar; no obstante, cuando se
advierten iniciativas en este sentido por parte de las principales
potencias europeas, en Norteamérica empiezan a inquietarse.
Recordemos que algo parecido ocurrió cuando se empezó a hablar de
la creación de un Sistema Monetario Europeo. Y en este sentido, se
diría que los americanos desean contar con un aliado europeo fuerte
pero en cierta manera temen a las consecuencias de ello. Tal vez lo
querrían fuerte a la hora de secundar sus empresas bélicas, pero
débil y algo dócil cuando de tomar decisiones políticas se
tratara.
Puestas así las cosas, no se necesita una gran perspicacia para
deducir que a lo que aspira Bush es a una OTAN sin fisuras,
especialmente tras un conflicto como el de Irak, que ha evidenciado
las diferentes posturas que existen en el seno de la UE a la hora
de apoyar determinadas iniciativas norteamericanas. Pero de seguir
la política exterior USA los derroteros emprendidos tras el 11 de
septiembre, es casi imposible que sus futuras demandas de apoyo no
generen nuevas divergencias.
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