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El anuncio gubernamental de que la asignatura de Religión -o su alternativa, Historia de las Religiones- puntuará igual que las demás materias se ha convertido, más que en un debate social, en una batalla política entre partidos de izquierdas y de derechas. Al margen de estas apreciaciones políticas o personales, habrá que convenir en varias certezas. Primera, que según nuestra Constitución, España es un estado aconfesional. Por tanto, lo público debería quedar al margen de las confesiones particulares de cada cual. Segunda, que toda asignatura que aparezca en el currículo educativo debe puntuar como las demás, porque de otra manera podríamos objetar que materias como la gimnasia o el dibujo artístico, en las que unos niños tienen más aptitudes innatas que otros, también suponen discriminación. Tres, que la formación en valores tiene una importancia capital y no podemos limitarnos a mirar la historia como quien mira por un microscopio.

De todo ello se deduce que el tema es peliagudo, porque en un Estado laico el dinero público no debería servir para financiar opciones personales, casi íntimas, de cada uno. Más si tenemos en cuenta que el sistema educativo español tiene carencias en muchos aspectos y las prioridades deben ser otras. No obstante, no se puede pretender que esas clases de religión suplanten la función que corresponde a los propios padres y a las parroquias. Pese a ello, si el Gobierno decide incluir la Religión en el sistema, deberá puntuar como el resto de asignaturas, puesto que la evaluación de los progresos de un estudiante ha de tener en cuenta su esfuerzo y su interés, independientemente de qué materia se trate. Sin olvidar que exista una asignatura alternativa para aquellos alumnos cuyos padres prefieran que sus hijos no estudien Religión.

Quizá en esto, como en todo, lo que se echa en falta es el necesario diálogo, la negociación y el intento por lograr un consenso entre padres, educadores, políticos e Iglesia.