El presidente argentino, Néstor Kirchner, aseguraba ayer que la
última decisión sobre los extradición a España de los más de 40
detenidos solicitada por el juez de la Audiencia Nacional Baltasar
Garzón, le corresponde a él. Y así es según la legislación de aquel
país, en el que, hasta el presente, las leyes de Obediencia Debida
y de Punto Final, aprobadas durante la presidencia de Raúl Alfonsín
(1983-1989), habían impedido llevar ante los tribunales a
importantes figuras de la peor época de la dictadura argentina
(1976-1983).
Parece que, contra lo que sucedió en el caso de Augusto
Pinochet, con la oposición de todo el Gobierno chileno a que se
extraditase al ex dictador para que fuera juzgado en España, la
opinión, no ya del Ejecutivo, sino de gran parte de la población
argentina, parece inclinarse del lado de que la Justicia española
procese a los detenidos por delitos de terrorismo, genocidio y
torturas.
Ahora bien, lo deseable sería no ya sólo que Kirchner derogue
las leyes que impiden juzgar los oscuros sucesos de aquellos años,
sino que este proceso pudiera llevarse a cabo en el propio país en
el que acontecieron los hechos. No debe olvidarse que los que
sufrieron mayoritariamente las consecuencias de la sinrazón de
aquella dictadura fueron los propios argentinos, aunque bien es
cierto que hubo víctimas de otras nacionalidades, entre ellas la
española. Pero en el caso de que esto no fuera posible, lo deseable
sería que delitos de esta gravedad fueran juzgados por una corte
penal internacional que cuente con el respaldo de toda la comunidad
y que no se vea condicionada por limitaciones impuestas por los
países más poderosos. Sólo así se garantizaría la igualdad de los
ciudadanos frente a la Justicia sin agravios comparativos.
Y si, después de todo, estos hechos no pueden ser enjuiciados
por ninguna de estas dos vías, ni por un tribunal penal
internacional, ni en Argentina, dadas las actuales circunstancias,
más vale que se juzgue a los responsables en España y así evitar
que estos crímenes queden impunes.
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