El guitarrista Keith Richards, asomado a la terraza del hotel donde se hospeda la banda. Foto: JULIÁN AGUIRRE

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A las 14.30 horas, el Jumbo blanquiazul, procedente de Toronto, rodaba sobre la pista de Son Sant Joan buscando el aparcamiento 103 donde quedaría estacionado. Poco antes de echar el freno, abrir las portezuelas y colocar las dos enormes escaleras, varios coches de Guardia Civil, Policía Nacional y uno de un servicio de seguridad privado, se acercaron hasta él. A nada que comenzaron a salir los pasajeros, llegaron dos Mercedes de color negro, dos autocares, más coches de seguridad privada y más miembros de las fuerzas de seguridad del Estado. Una multitud, a la que se sumó otra: la que iba descendiendo escalerillas abajo. ¿Que quién venía desde Toronto? Pues ¡los Rolling Stones!, con Mick Jagger a la cabeza, seguido de su novia Wren Scott. Luego fueron apareciendo los demás. En primer lugar, Ronnie Wood, el bajista y novato de los Stone, pese a que ya lleva 23 años con ellos, seguido de una mujer. ¿La suya? Tras otra riada de gente -músicos, técnicos, ingenieros de sonido, etc., portando maletas e instrumentos guardados en sus fundas-, asoma el emblemático guitarrista del anillo en forma de calavera Keith Richards, metido en una camiseta oscura con el rostro del Che en el pecho, seguido de un ayudante. Desciende sin tambalearse, y sin detenerse a hablar con nadie entra en el Mercedes oscuro. Por último asoma el más veterano de todos, el abuelo Charlie Watts, de traje, impecable, muy sobrio. No hay duda de que han elegido Mallorca para descansar, reponer fuerzas tras tan largo viaje y afrontar con todas las garantías físicas y mentales el último concierto que cerrará una gira triunfal alrededor del mundo. Se quedan todos en la Isla excepto Jagger, que vuela a París en un pequeño avión.

Una hora después están en un hotel de Costa d'en Blanes, en el que van a, de momento, pasar la noche. ¿Que qué es lo primero que hace Richards? Pedir una copa y un puro. Una vez instalados en sus habitaciones -los Rolling ocupan las que tienen vistas al mar, aparece en la terraza Keith, ahora sin camisa, con un vaso largo con limonada -¿sin nada más?-. Enseguida se une a él una guapa mujer que le entrega una partitura a la que, sin mucha pasión, le echa un vistazo. Cinco minutos después todos están missing, reponiéndose dejet-lag.

Pedro Prieto