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No sería la primera vez que al más descarnado sistema capitalista -en la actualidad se le prefiere denominar ultraliberal- se le acusa de comenzar el edificio sin tener bien sentados los cimientos. Pero tal vez el episodio del generalizado apagón registrado en el nordeste de USA y el sudeste del Canadá deja más que nunca en evidencia las limitaciones de un modelo económico que en su pecado, la codicia, encuentra su penitencia. En los años 90, en Estados Unidos se liberalizó el mercado eléctrico con la excusa de abaratar los precios, siendo de destacar la llegada al sector de intermediarios de todo pelaje. Como es natural, el crecimiento económico determinó el crecimiento de la demanda eléctrica, sin que la red de distribución, que es esencialmente pública -a diferencia de las centrales productoras de electricidad, que son privadas-, se modernizase en la correspondiente medida.

La deseable competencia no repercutió en beneficio alguno para el consumidor. Así, pese a la opinión de unos expertos que pronosticaron la aparición de colapsos provocados por el alto consumo, nadie se preocupó por crear nuevas líneas de alta tensión, ni por reconstruir los sistemas de conexión a pesar de que los equipos existentes datan en su mayoría de los años 50. Todo ello requería unas inversiones que los buscadores de dinero fácil no estaban dispuestos a llevar a cabo. El resultado de tanto dislate está a la vista: una de las zonas del mundo de mayor producción energética ha quedado a oscuras durante muchas horas, generándose unas pérdidas directas, y otras relacionadas con el lucro cesante, aún hoy por hoy incalculables. Antes de llegar a este punto, se ha pasado por una vergonzante carrera de fraudes, engaños e irregularidades, como los que, por ejemplo, llevaron a la quiebra a la compañía Enron. Pero ése es el pasado. Lo que verdaderamente preocupa ahora es el futuro de un mundo desarrollado que, en líneas generales, mira hacia Norteamérica para inspirar sus políticas económicas en aspectos tan fundamentales como el de la energía.