Aunque a la mayoría de nosotros nos resulta increíble, acaba de
comenzar la campaña electoral. La clásica pegada de carteles dio el
pistoletazo de salida a la caza y captura del voto que, en
realidad, llevamos meses soportando. Pese a lo cansado que puede
llegar a ser, una campaña electoral tiene sus ventajas.
Especialmente cuando el resultado se aventura reñido, no tanto por
saber quién va a ganar, sino por cuánto. Porque hoy, tal como están
las cosas, y aunque el PP mantiene su ventaja, no es descartatable
la posibilidad de una sorpresa con pactos a la balear o a la
catalana, pero con un importante matiz: Zapatero dijo que sólo
gobernará si obtiene más votos que Rajoy.
Pero lejos todavía del recuento de votos, los candidatos se
esmeran en encontrar el gancho perfecto que les proporcione adeptos
viejos y nuevos. Al antiguo recurso de bajar los impuestos -se
apuntan todos excepto Izquierda Unida, que sigue fiel a la política
de izquierdas de promocionar lo público a base de recaudar entre
todos- se unen promesas sobre subir las pensiones, mejorar la
educación, ayudar a los pequeños empresarios, apoyar a las
familias... en fin, el país de las maravillas.
Lo cierto es que luego, a la hora de la verdad, lo que cuenta es
la dotación presupuestaria de todas esas ideas quiméricas, pero
también es verdad que un país moderno como el nuestro sólo puede ir
hacia adelante, mejorando, y no está nada mal este debate sobre
cómo lograrlo que vemos estos días en prensa y televisión.
Y ahí está nuestro papel como ciudadanos. No debemos quedarnos
parados como simples comparsas. Es nuestro derecho y nuestro deber
exigir a los gobernantes un compromiso diario con la modernización
del país. De ello depende nuestro futuro y el de nuestros hijos, en
un mundo cada día más competitivo y desigual.
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