Sudán, un país de enorme superficie y relativamente escasa
población, vive desde hace 21 años una guerra civil que ha causado
más de dos millones de víctimas y ha supuesto el éxodo de otros
tantos millones de personas. Su trágica historia empieza
prácticamente desde el momento en que fue constituido como
protectorado bajo condominio egipcio-británico, en los últimos años
del siglo XIX. Tras la independencia, en 1955, no tardaron en
recrudecerse los conflictos que tradicionalmente enfrentaban a la
dominante clase árabe con la población negra. Revueltas, golpes de
Estado, matanzas, han constelado la vida del país ante la pasividad
de un mundo occidental poco interesado en la cuestión.
Las carnicerías en el Àfrica negra no suelen ser ya noticia
entre los medios informativos occidentales y, por otra parte, Sudán
carece de atractivos económicos y estratégicos que forzarían una
intervención por parte del mundo desarrollado. Las informaciones
que ahora hablan del genocidio que se está llevando a cabo en los
campos de Darfur, al oeste de un país ya terriblemente castigado,
no producen entre nosotros más que un discreto disgusto. Sí somos
capaces de horrorizarnos ante las indiscutiblemente repugnantes
decapitaciones de ciudadanos occidentales en Irak, pero el de Sudán
es un horror lejano, de esos que, por añadidura, parecen no tener
solución.
Es quizás por ello que la comunidad internacional no está
prestando excesiva atención a ese alto el fuego pactado en el país
entre las partes en litigio y que podría conducir a un cese
definitivo de las hostilidades. Constituiría casi un delito de lesa
humanidad el que ahora Occidente no recurriera a todos los medios
de presión necesarios para garantizar la paz en un lugar en el que
tan sólo en los últimos cinco meses han muerto más de 300.000 seres
humanos.
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