Las circunstancias no eran las mejores, ni mucho menos, pero
cumpliendo con lo que estaba previsto, Afganistán celebró sus
primeras elecciones dentro de una normalidad relativa. No se puede
olvidar que las medidas de seguridad han sido a lo largo del
proceso absolutamente excepcionales, como no podía ser de otro modo
en un país en el que, en determinadas zonas, aún campan a sus
anchas los señores de la guerra. Lejos ya, afortunadamente, del
régimen de los talibán, estos comicios pueden haber supuesto el
primer paso en el despertar de este país y un notable avance hacia
un normal funcionamiento de sus instituciones, ahora aún
construidas sobre una convención internacional postbélica que debe
dar paso a una democracia en libertad.
Cierto es que sectores de la oposición y los mismos señores de
la guerra cuestionan la legitimidad de estos comicios, una
legitimidad, por otra parte, que avalan Alemania, Estados Unidos,
Pakistán y los observadores internacionales. Y, además, la
precariedad de medios y de tecnología y el complejo método para el
escrutinio de los votos harán que el resultado de las elecciones no
se conozca hasta dentro de dos o tres semanas, según las
estimaciones realizadas por la Organización de Naciones Unidas
(ONU).
En cualquier caso, el primer y complejo paso hacia la
normalización de Afganistán se ha dado, tras haber atravesado un
régimen que sumió al país en el más completo de los aislamientos
internacionales y una guerra en la que Estados Unidos pretendía
acabar con Al Qaeda y con el apoyo que le prestaba a la
organización terrorista el régimen talibán. Pero no debemos
engañarnos, Afganistán continuará precisando, y mucho, la ayuda de
la comunidad internacional.
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