La detención de un buen grupo de presuntos etarras o
colaboradores de la banda armada ha provocado una consecuencia
insospechada: la puesta en entredicho de los más famosos cocineros
vascos. A bote pronto, surgen muchas dudas respecto a la veracidad
de la información, porque está en pie el secreto sumarial y porque
la acusación procede de uno de los detenidos, un presunto
terrorista cuya credibilidad siempre debe ponerse entre
interrogantes.
De ser cierto lo que ha confesado este individuo, algunos de los
más renombrados cocineros vascos habrían cedido a la extorsión
terrorista pagando lo que ellos llaman «impuesto revolucionario»,
una suerte de chantaje que, al más puro estilo mafioso, puede
salvarte la vida y garantizar la seguridad de tu familia.
Al conocerse la noticia, muchos son quienes se han lanzado a
acusar a Juan Mari Arzak, Martín Berasategui, Pedro Subijana y
Karlos Argiñano poco menos que de colaborar con el crimen.
Pensemos un poco. La situación en el País Vasco dista mucho de
ser normal y, por tanto, no podemos juzgar la actitud de sus
habitantes con el mismo rasero que utilizaríamos en otro lugar.
Allí la amenaza es constante y real. Negarse a pagar puede
significar un tiro en la nuca, el secuestro de un familiar o la
pérdida del negocio. La alternativa más usual para quienes lo han
hecho es abandonar su tierra e instalarse en cualquier otro lugar
para comenzar una nueva vida, con la pérdida que eso implica. Pagar
es, en efecto, algo gravísimo, pero quizá es la única salida para
alguien que, sencillamente, quiere mantenerse vivo. No juzguemos a
la ligera a quienes están en una situación que para el resto de los
españoles es inimaginable. El enemigo sigue siendo ETA, no lo
olvidemos.
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