Aunque pueda resultar increíble, a las puertas del año 2005, o
sea, en pleno siglo XXI, la ONU anuncia que cinco millones de niños
mueren cada año a causa del hambre. ¡Del hambre! Una lacra que hace
décadas la Humanidad se había propuesto erradicar y que hoy, cuando
el primer mundo alcanza cotas de bienestar nunca antes soñadas, no
sólo no cede, sino que aumenta.
Los datos ponen los pelos de punta, especialmente porque se
refieren a la infancia, un universo que deberíamos proteger y
cuidar como lo más valioso del planeta. Casi mil millones de
personas sobreviven a duras penas en situaciones de hambre crónica
en un mundo en el que cada vez el territorio «sano» es más reducido
y exclusivo y, en cambio, la tierra «enferma» es cada día
mayor.
Pese a todo, la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la
Alimentación) deja abierta la puerta a la esperanza y cree posible
que de aquí a 2015 el número de personas que pasan hambre en el
mundo podría reducirse a la mitad. Algo que despierta más dudas que
certezas, teniendo en cuenta el rumbo que últimamente ha tomado la
economía mundial, dominada por la globalización. De hecho, la FAO
recomienda a los países que adopten «programas a gran escala para
promover la agricultura y el desarrollo rural, de los cuales
dependen los medios de subsistencia de la mayoría de las personas
pobres». Un consejo que los dirigentes de los grandes países puede
que no se tomen con la necesaria seriedad. Baste recordar que la
agricultura de las naciones subdesarrolladas ha sido
deliberadamente ahogada durante décadas para proteger la producción
agrícola y ganadera de los más ricos.
Puede que dentro de diez años volvamos a hablar de este asunto y
si nadie pone remedio, seguramente será de nuevo en tono
pesimista.
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