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No hay la menor duda que la Antártida, al menos en la minúscula parte que de su conjunto -14.000.000 de kilómetros cuadrados, que la masa de hielo hace duplicarse en invierno-, posee el mejor museo de arte moderno, y a diferencia de los del resto del mundo, sus obras maestras son esculturas -en él no hay pintura; sólo de vez en cuando el arco iris se suma al espectáculo, convirtiéndose en un elemento más-. Lo malo es que estas obras tienen fecha de caducidad, pues tarde o temprano -algunas muy tarde- desaparecerán diluyéndose en lo que fueron: agua. O quién sabe si antes, destruidas por la furia del Drake.

Según hemos podido observar, en este museo no hay tendencias, ni ismos, ni influencias; tampoco tiene director, ni comisario, ni salas, ni catálogos, ni subvenciones, ni nada de lo que estamos acostumbrados a ver en los museos, digamos, normales. Es un museo que no es de nadie, pero que es de todos al mismo tiempo, que está abierto siempre, pero en el que no hay porteros, ni controles de ningún tipo, cuyas obras jamás podrán ser robadas -porque si logras llevártelas de allí, ¿qué haces con ellas?-, ni adquiridas -¿dónde las colocas en casa?- ni destruidas -nadie se atrevería, o si lo haciese, ¿qué ganaría con ello?-. Las obras van cambiando según sea el lugar desde donde se las observe, y que por la noche, en la que la luz no termina de desaparecer por completo, adquieren otras tonalidades, otras sombras. Por otra parte, no es un museo que muestra obra de diversos autores, sino que es de autor único: la naturaleza, que echa mano de varios elementos, entre ellos cuatro fundamentales: agua, sol, frío y viento. Se trata, además, de un museo itinerante, que llega a todas partes y que traerlo y llevarlo no cuesta nada. Simplemente, hay que dejarlo solo, a su aire.

En él encontramos obras gigantescas, como aquella inmensa mole blanca que, cual buque fantasma, surgió tardes atrás de entre la nieve, a poco de haber entrado en la zona de convergencia antártica. Vimos otra de estas obras flotando frente a la isla de Livingstone, que nos recordó a nuestra Foradada, y otra, en la playa de King George, a un pajarito parecido a los que esculpe Swarosky, eso sin olvidar las muchísimas que cuelgan adheridas a las gélidas paredes de las montañas próximas a donde andamos navegando. Incluso las piezas rotas de estas obras de arte que quedan junto a la orilla del mar son también pequeñas obras de arte.

Pedro Prieto