Las cifras del desastre asiático son cada día más
escalofriantes. Han pasado ya varios días y la situación no hace
más que empeorar. A los ciento cincuenta mil muertos hay que sumar
más de un millón de personas desplazadas, la desaparición de
cientos de infraestructuras y los problemas asociados a toda
catástrofe: hambre, sed, enfermedades, alojamiento, heridos...
El panorama es más que preocupante y mientras el ciudadano medio
del mundo entero se vuelca en las donaciones y ayudas, los
dirigentes parecen no tener tanta prisa.
Se dan ahora mismo paradojas que revelan muy a las claras cómo
está el asunto: en el Reino Unido, por ejemplo, el Gobierno ha
prometido una ayuda de 75 millones de euros, mientras la
recaudación de los ciudadanos alcanza ya los 114 millones. Y su
primer ministro, Tony Blair, se entretiene en conversaciones con
sus homólogos en lugar de dar órdenes expresas y rápidas para
materializar ese dinero prometido. Algo parecido ocurre en Estados
Unidos, el país más rico y poderoso del mundo, donde el presidente
Bush ha organizado una colecta a nivel nacional para que sean los
ciudadanos de a pie quienes aporten dólares destinados a la ayuda a
los damnificados.
Se preparan cumbres de altos vuelos, se ha convocado una
conferencia sobre el tema. ¿Qué más esperan descubrir? Las
necesidades están más que claras porque son primarias y urgentes.
Siempre habrá tiempo de planificar la reconstrucción posterior de
las zonas devastadas y de evaluar qué camino económico o social
puede tomar la región. Pero eso importa poco ahora. Lo dramático es
que pasan las horas, los días, y millones de personas sobreviven a
su suerte, aterradas, mientras el primer mundo se lo piensa.
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