A veces, y desgraciadamente, en la vida política de este país la
celebración de un pleno parlamentario para exigir responsabilidades
y dar cuentas públicas de actuaciones se convierte en una especie
de vergüenza para los políticos, que prefieren salirse por la
tangente y conectar, como suele decirse, el ventilador que reparte
porquería para todos.
Ocurrió el jueves en Barcelona, donde se reunía en pleno el
Parlament catalán para que los responsables ofrecieran
explicaciones -y, se suponía, dimisiones- a cuenta del desastre del
Carmel. Pero nada de eso. Al contrario, al más puro estilo calamar,
el president de la Generalitat, Pasqual Maragall, prefirió echar
tierra sobre sus antecesores antes que presentar ante la ciudadanía
una explicación -si la hubiera-, o una disculpa, como mínimo, por
lo ocurrido.
Y lanzó una grave acusación contra el anterior Govern de
Convergència i Unió (CiU), que ha dirigido la Comunitat durante más
de veinte años. Según se desprendía de las palabras de Maragall,
CiU cobró el 3 por ciento del presupuesto en toda obra pública para
sostener el partido y sus intereses.
La puya es gravísima y, por supuesto, fue lanzada al aire ante
los micrófonos sin ninguna clase de pruebas ni de certezas, simple
rumorología. Aunque después Maragall se desdijo ante la amenaza de
Artur Mas, actual líder de CiU, el daño ya está hecho y el objetivo
-desviar la atención de la chapuza del Carmel-, conseguido.
No es ésta forma de hacer política. Si realmente tenía pruebas
de semejante escándalo, el president de la Generalitat debía haber
puesto los hechos en manos de los tribunales de Justicia para que
éstos actuaran en consecuencia. Desdecirse y rectificar frente a la
amenaza de ruptura de Artur Mas no sólo no resuelve la cuestión,
sino que siembra dudas y abre una grave crisis de confianza en las
instituciones catalanas. Eso sólo ha servido para llevar la desazón
a los vecinos del Carmel y ahora sólo cabe que se investigue hasta
el fondo, hasta las últimas consecuencias.
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