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La Casa Blanca urde designios que no son tan blancos. Como por ejemplo el que ha perfeccionado el presidente Bush -justo es reconocer que bajo el mandato de Clinton se empezó a hablar de ello- relativo a enviar presos a países en donde la tortura constituye un procedimiento legal. En estos momentos, la CIA tiene potestad sin previa autorización del Ejecutivo norteamericano para deportar prisioneros a lugares en donde se les puede someter legalmente a tortura a fin de obtener informaciones que se consideran importantes a la hora de impedir acciones terroristas. Hablando claro, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) ha llevado a cabo desde el 11 de septiembre de 2001 unos 150 traslados de presuntos terroristas de un país a otro, incluyendo destinos como Jordania, Egipto, Arabia Saudí, Pakistán o Siria, en los que es lícito torturar a los presos si se sospecha que de ello se obtendrá información que contribuirá a yugular cualquier acción terrorista.

Como se reconoce sin el menor pudor desde Washington, al hallarse en estos países los presos están fuera de control norteamericano y por tanto la Justicia de ese país no puede prácticamente hacer nada en lo concerniente a sus derechos. Es la ley del embudo. Lo de menos es que semejante práctica entre en colisión con las obligaciones que EEUU estaría obligado a respetar tras haber suscrito una serie de tratados contra la tortura. Aquí lo importante radica en el tremendo mal ejemplo que el gran país norteamericano, paladín de la democracia en el mundo, podría estar dando en materia de derechos humanos. Dar carta blanca a ciertos sicarios para que lleven a cabo el trabajo sucio que no es aceptable hacer en casa no conforma precisamente un cometido que enaltezca a la titulada primera democracia del planeta.