A sólo unos meses de la conmemoración del fin de la Segunda
Guerra Mundial, recordamos ahora una efeméride mucho más modesta,
que no aparece en los libros de historia, pero que tiene un
significado profundamente humano: la muerte de Ana Frank, esa niña
de quince años que habría sido un número más en las siniestras
estadísticas del horror nazi si su padre no hubiera rescatado y
regalado al mundo las páginas que escribió en su famoso diario.
Ni siquiera se sabe a ciencia cierta en qué fecha la pequeña
dejó de respirar, aunque se cree que fue entre febrero y abril de
1945, ahora hace sesenta años. Lo que sí sabemos es que murió, como
un prisionero más entre millones, en el campo de exterminio de
Bergen-Belsen, víctima del tifus y del fascismo. Tras ella dejaba
una historia personal imperecedera que todas las generaciones
siguientes han podido leer con emoción y con rabia. Porque la
inocente visión que esa chiquilla nos ofreció en su diario adquiere
otra dimensión, terrible, al conocerse su final, apenas unas
semanas antes de la liberación de los campos de concentración y del
final de la era del terror nazi.
Pero ahí quedan sus palabras, su ejemplo de optimismo y
resistencia, en un mundo que no podía ser más negro. Hoy los
jóvenes de su ciudad -Amsterdam- y de cualquier rincón del mundo
civilizado gozan de una existencia fácil y pueril y quizá por eso
es más necesario que nunca el mensaje de Ana Frank.
Sesenta años después, la voz de esta niña que hoy estaría a
punto de cumplir 76 años está tan viva como siempre y es preciso
reivindicar su lectura, bajo el prisma de la reflexión, para que
sepamos valorar la paz conquistada y denunciar cualquier atisbo de
totalitarismo o violencia.
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