Todos recordamos con la emoción a flor de piel el simbólico
derribo de la estatua de Sadam Husein en el centro de Bagdad tras
la entrada de las tropas aliadas en un Irak que después se ha
convertido en un infierno. Ya sabemos que estatuas, retratos,
himnos y proclamas no son sino papel mojado cuando no hay una
multitud detrás dándoles sentido. Por eso sólo unos pocos se han
llevado las manos a la cabeza al saber que el Gobierno de Zapatero
-al parecer la ministra Magdalena Àlvarez- ordenó retirar una
estatua ecuestre de Franco que permanecía frente a los Nuevos
Ministerios, en la Castellana de Madrid, con «nocturnidad y
alevosía».
En realidad, éste es un asunto de ésos que quedaron pendientes
durante la transición política y que en aquellas primeras décadas
de democracia no convenía remover por estar las cosas demasiado
recientes y las susceptibilidades abiertas.
Hoy, treinta años después de la muerte del general golpista, es
hora de mirar la historia con frialdad y deshacerse, de una vez por
todas, de los homenajes que en su día se rindieron a un dictador
que impuso su férreo régimen por la fuerza, después de someter no
sólo a las autoridades legítimas de España, sino también a buena
parte de la sociedad.
Si algo hay que recriminar a Zapatero y a su equipo es que no
hayan sabido o querido comunicar sus intenciones a la ciudadanía,
que a buen seguro las habrían comprendido y apoyado
mayoritariamente. Hacerlo de madrugada, sin avisar a nadie, sólo ha
servido para generar una polémica que podría haberse evitado
fácilmente. La España de 2005 es un país moderno, tolerante, que
mira hacia el futuro. En una nación así sobran los homenajes a los
violentos y a los que han desangrado nuestra historia. Sus efigies
deberían quedarse en los museos.
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