La inflación en España no es tan sólo superior a la de los
países con los que mantenemos relaciones comerciales, sino que
también lo es a la tasa promedio de la Unión Europea, 3,1 por
ciento en enero de 2005 frente al 1,9 por ciento. No es preciso ser
un experto en economía para deducir cuál es la consecuencia de
ello: sencillamente que, por así decirlo, nuestro euro está
sobrevalorado respecto de otros países, lo que obviamente amenaza
nuestra competitividad internacional.
Durante años, aquí no nos cansamos de felicitarnos por el rápido
ritmo de crecimiento de nuestra economía, sin advertir los peligros
que ello suponía. Naturalmente que crecer es bueno, pero siempre y
cuando ese crecimiento sea homogéneo y afecte a todos los factores
que están en juego. Décadas atrás, España atraía la inversión
extranjera debido a un menor nivel en los precios, lo que no ocurre
igualmente ahora al haber aumentado proporcionalmente más deprisa
que en otros países, tanto nuestros precios como nuestros costos
laborales, algo que por descontado nos convierte en menos
competitivos.
Así, actualmente no tiene nada de particular que nuestro déficit
de balanza comercial vaya a más. A la vista de todo ello cabe
plantearse un simple interrogante: ¿cuánto tiempo puede aguantarse
esta situación? Por recurrir a una expresión del lenguaje común,
estamos estirando más la manga que el brazo, y eso es algo que
suele traer desagradables consecuencias de no tomarse las medidas
oportunas. Si, por un lado, no se frena un tanto ese alegre
crecimiento, y, por otro, no se hace lo necesario -inversión en
tecnología e investigación, mejora de la calidad de nuestros
productos, etc- para elevar nuestra competitividad, podríamos
entrar en una situación de crisis de la que no nos salvaría ni
siquiera nuestra pertenencia a la zona euro.
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