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Los Romanov fueron zares de todas las Rusias. Tras la revolución, los dirigentes soviéticos se convirtieron en auténticos zares rojos de un territorio de extraordinarias proporciones. Después, la disgregación de la URSS nos ha demostrado que aquello de «todas las Rusias» era algo más que una expresión protocolaria, puesto que la vieja Rusia englobaba muchas Rusias, hoy poco dispuestas a continuar rindiendo pleitesía a Moscú. En 1991, 15 repúblicas conformaban la URSS. Inicialmente, Estonia, Letonia y Lituania rompieron sus vínculos con Moscú y hoy son miembros de la UE y de la OTAN. Tras los países bálticos, en Georgia, Ucrania, y ahora en Kirguizistán, se han vivido revoluciones más o menos blandas que han expulsado del poder a sus dirigentes poscomunistas y las acercan hacia Occidente. Algo que, a la larga, podría resucitar una nueva «guerra fría», o cuando menos una pugna entre Washington y Moscú, deseosos tanto de no perder pie en territorios de gran importancia estratégica como de aprovecharse de la riqueza petrolífera allí existente. Hay que pensar que esas repúblicas de nombres difícilmente pronunciables a las que no siempre se valora desde aquí son países grandes y en algunos casos muy poblados. Ucrania, por ejemplo, cuenta con más habitantes que España; concretamente, cerca de 49 millones, y el nebuloso Uzbekistán tiene 26. Naturalmente que Moscú tiene aún fieles aliados entre las que fueron repúblicas soviéticas, pero son sólo eso, aliados, no súbditos. En tales circunstancias, existen dos peligros, el ya enunciado de un renacer de la pugna entre Washington y Moscú, con la inestabilidad que ello supondría, y otro derivado del enfrentamiento entre las distintas etnias -en las antiguas repúblicas soviéticas conviven en desiguales proporciones tártaros, azerís, kazajos, tayikos, kirguizos, uzbekos, turkmenos, etc, y... rusos- libres ya de la férula soviética. El problema está servido y lo peor es que nos puede afectar a todos.