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Un antiguo principio aconseja que en cada nueva andadura política lo más saludable para un partido es hacer tabla rasa de los viejos prejuicios. A buen seguro el presidente ruso Vladímir Putin no es partidario de seguir tal recomendación, a juzgar por las muchas trabas que está poniendo en el camino que debería llevar a la pluralidad a Rusia, un país precisamente marcado durante un largo período histórico por el monolitismo político. Se diría que la doctrina soviética de partido único -Putin hasta ahora ha sido capaz de «consentir» dos- informa subliminalmente el quehacer de un hombre que en ningún modo se muestra favorable al pluripartidismo. Bajo su mandato, el Kremlin está llevando a cabo sucesivas reformas de la ley electoral encaminadas todas a obstaculizar la presencia en la Duma, la cámara baja rusa, de formaciones políticas minoritarias. Así, se ha suprimido la elección de diputados independientes, que ocupan hoy la mitad de los escaños de la Duma, y ha prohibido la participación en los comicios de bloques electorales, lo que impide formar alianzas a la oposición liberal, fragmentada en pequeños partidos. Si a ello le añadimos la abolición de las elecciones directas de los gobernadores, ahora ya nombrados desde Moscú, resulta fácil hacerse una idea del concepto que tiene Putin de la democracia. Ni más ni menos que una «democracia dirigida», podada en sus libertades al serlo en su pluralismo, y en la que el acceso al Parlamento resulta muy difícil sin contar con el apoyo del Kremlin. Por descontado que es ésta una concepción que, amén de contribuir a enfriar el entusiasmo democrático de los ciudadanos, también entraña futuras amenazas. Y baste para corroborar lo dicho el recordar que de una situación semejante surgió en Ucrania la denominada «revolución naranja». Imaginar una Rusia en revuelta es algo susceptible de inquietar a Europa entera.