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Poco después de recordar el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa en una efeméride con datos escalofriantes, nos acercamos a un pasado más reciente pero no por ello menos desolador: el décimo aniversario de la matanza de Srebrenica. El escenario es el mismo: el corazón de Europa. Y el resultado, parecido: una masacre guiada únicamente por la sinrazón. En esta localidad bosnia murieron asesinadas ocho mil personas, musulmanes, a manos de las tropas serbias, en una guerra fratricida que duró tres años y que selló la división de la antigua Yugoslavia.

Ahora, en el momento de las conmemoraciones, vuelven los mensajes de reconciliación, necesarios, pero también tendrán que estar bien presentes los mea culpa de la comunidad internacional, que, a punto de cerrar el siglo veinte, fue completamente incapaz de prever y evitar algo así.

Hoy, cuando caminamos por el siglo XXI en una encrucijada que de nuevo pretende enfrentar a las civilizaciones y las culturas -no olvidemos la feroz campaña terrorista llevada a cabo por el Islam más extremista-, hay que reivindicar el espíritu de la convivencia, más allá de las diversas formas de pensar y de entender la vida.

El respeto, la tolerancia y, por supuesto, la libertad de comportamientos, de expresión y de culto, deben presidir el presente europeo y occidental, promoviendo las medidas precisas para que esa misma forma de ver el mundo se extienda entre los países de políticas más radicalizadas.

Los responsables de aquella masacre siguen desaparecidos, y con líderes de esa calaña andando libres el mundo no puede exigir más que una firme y eficaz actuación de la Justicia internacional